Poemas de el gran poeta
Leandro Fernández de Moratín

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(parte 3)

 
 
Oda
Traducción de Horacio

El que inocente
la vida pasa
no necesita
morisca lanza,
fusco, ni corvos
arcos, ni aljaba
llena de flechas
envenenadas;
o a las regiones
que Hydaspe baña
o por las Syrtes
muy abrasadas,
o por el yermo
Cáucaso vaya.
 
Yo la sabina
selva cruzaba,
cantando amores
a mi adorada
Lálage, libre
de afán el alma,
por muy remoto
sitio, sin armas;
y un lobo fiero
me ve y se aparta.
Monstruo igual suyo
no tiene Daunia
en montes llenos
de encinas altas
ni los desiertos
de Mauritania,
donde leones
y tigres braman.
 
Ponme en los yertos
campos, do el aura
no goza estiva
ninguna planta:
lado del mundo,
región helada
que infestan vientos
y nubes pardas,
o en la que al rayo
del sol cercana,
de habitaciones
carece y aguas;
Lálage siempre
será mi amada:
dulce si ríe,
dulce si canta.
 
 
 
Soneto
La noche de Montiel

¿Adónde adónde está, dice el Infante,
ese feroz tirano de Castilla?
Pedro al verle, desnuda la cuchilla,
y se presenta a su rival delante.
 
Cierra con él, y en lucha vacilante
le postra, y pone al pecho la rodilla
Beltrán (aunque sus glorias amancilla)
trueca a los hados el temido instante.
 
Herido el rey por la fraterna mano,
joven espira con horrenda muerte,
y el trono y los rencores abandona.
 
No aguarde premios en el mundo vano
la inocente virtud; si da la suerte
por un delito atroz, una corona.
 
 
 
Epístola
Príncipe de la Paz

Dedicándole la comedia de la Mogigata.
Esta que me inspiró fácil Talia
moral ficción, y aguarda numeroso
pueblo que ocupe la española escena,
voz adquiriendo, movimiento y formas,
hoy te presento con afecto puro
de gratitud y amor: que en vano aspiro
por otra senda a la difícil cumbre
subir del Pindo, en vano; y muchas veces
lloré burlado el atrevido intento.
¡Cuántas, pulsando las aonias cuerdas,
quise prendar con números suaves
la esquiva hermosa, que en silencio adoro,
y la voz imitar y la armonía!
 
Que un tiempo el eco en la floresta verde
repitió del Zurguén! Quise, animado
de más sublime ardor, sonando Clio
la trompa que marcial ira difunde,
de España celebrar los altos triunfos.
De el cuello altivo sacudiendo rota
la bárbara coyunda: en las arenas
de Libia ardiente, el vencedor vencido;
Numancia satisfecha en el estrago
de la soberbia Roma, abandonada
al espantoso militar desorden:
dueño Cortés del estandarte de oro
en los valles de Otumba, y a sus plantas
el cetro occidental. Pero ofendida
culpo mi error la Musa de Menandro,
y la cítara y flautas pastoriles
quitome airada, y el clarín de Marte.
 
Sigue, me dijo, por el rumbo solo
que te indica mi voz, si honor procuras
que a pesar del silencio de la muerte
haga tu nombre eterno. Yo amorosa
una y mil veces en tu labio infante
dulce beso imprimí, y al repetido,
celeste arrullo que entoné, dormías.
Tú mi delicia y mi cuidado fuiste,
y en ti los que vertió propicios dones
naturaleza, cultivar me plugo.
 
Ya con festiva aclamación sonando
la patria escena, en su alabanza justa
tu gloria afirma. Sigue, y en la cumbre
del sagrado Helicón, que Cintio baña
con su luz inmortal, las Musas bellas
de yedra y lauros te darán corona.
 
No te ofenda, señor, si tan humilde
tributo te consagro; ¿y cual sería
de la grandeza de tu nombre digno?
Limitado es el don, rico el deseo;
y no bastando a más la vena estéril,
cuanto puedo te doy. Así postrado
ante las aras que levanta rudas,
suele el cultor acumular los frutos
sencillos de su campo, y los ofrece
al alto numen tutelar que adora,
y aromas vierte agradecido, y flores.
 
 
 
 
Epigrama
A un escritor desventurado, cuyo libro nadie quiso comprar

En un cartelón leí,
 que tu obrilla baladí
La vende Navamorcuende...
No has de decir que la vende;
sino que la tiene allí.
 
 
 
Epístola

El coche en venta
Quiero contarte
 que Don Miguel,
aquel pesado
que viste ayer,
me está moliendo
mas ha de un niel,
sin ser posible
zafarme de él,
para que compre
(Mal haya, amen)
sus dos candongas
y su cupé.
 
Esta mañana
salí a las diez
a ver a Clori
(No lo acerté)
horas menguadas
debe de haber.
Íbame aprisa
hacia la Red
y en una esquina
me le encontré.
Fueron sin duda
cosa de ver
las artimañas,
la pesadez,
los argumentos
que toleré,
el martilleo
de somatén,
y las mentiras
de tres en tres.
-Y, no hay remedio,
ello ha de ser
porque, amiguito,
mirado bien
sale de balde.
Parece inglés:
la caja es cosa
digna de un rey,
¡qué bien colgada!
¡Qué solidez!
Otra más cuca
no la veréis.
Pues ¿y las mulas?
Yo las compré
muy bien pagadas
en Aranjuez,
y a los dos meses
llegó a ofrecer
el marquesito
de Mirabel,
(Sobre la suma
que yo solté)
catorce duros
para beber,
a un chalan cojo
aragonés,
que vive al lado
de la Merced.
Son dos alhajas
no hay que tener,
fuertes, seguras,
de buena ley.
Con que el Domingo
puede a las seis
ir a mi casa:
yo os dejaré
las señas... Pero...
¿Tenéis papel?
-No tengo nada,
ni es menester:
dejadme vivo
sayón cruel.
Si ya os he dicho
que no gastéis
saliva y tiempo.
Si no ha de ser.
Si por no hallaros
segunda vez,
solo, sin capa,
me fuera a pie,
hasta la turca
Jerusalén.
-¿Y te parece
que le ahuyente?
Nunca un pelmazo
llega a entender,
lo que no cuadra
con su interés.
 
Quise cansarle;
me equivoqué.
Sigo mi trote,
sigue también,
suelto de lengua,
ágil de pies;
siempre a la oreja
como un lebrel.
 
Lloviendo estaba
y a buen llover,
calles y plazas
atravesé,
charcos, arroyos...
Voy a torcer
por la bajada
de San Ginés,
hallo un entierro
de mucho tren;
muerto y parientes
atropellé.
Él, por seguirme,
dio tal vaivén
a un Reculillo,
que sin poder
valerse, al suelo
cayó con él.
Tanta del fraile
la rabia fue,
tal cachetina
siguió después;
que malferido,
zurrado bien,
allí entre el lodo
me le dejé.
 
 
 
Soneto
A Clori histrionisa, en coche Simón

Ésa que veis llegar máquina lenta,
de fatigados brutos arrastrada,
que en vano de rigor la diestra armada
vinoso auriga acelerar intenta:
 
No menos va dichosa y opulenta,
que la de cisnes cándidos tirada
concha de Venus, cuando en la morada
celeste al padre ufana se presenta.
 
Clori es esta: mirad las poderosas
luces, el seno de alabastro, el breve
labio que aromas del oriente espira.
 
Flores al viento esparcen las hermosas
gracias, y el virgen coro de las nueve
y entorno de ella Amor vuela, y suspira.
 
 
 
Romance
A Geroncio

Cosas pretenden de mí,
bien opuestas en verdad,
mi médico, mis amigos,
y los que me quieren mal.
Dice el doctor: señor mío,
si usted ha de pelechar,
conviene mudar de vida;
que la que lleva es fatal.
Débiles los nervios, débil
estómago y vientre está:
¿Pues qué piensa que resulte
de tanta debilidad?
Si come no hay digestión,
si ayuna crece su mal,
a la obstrucción sigue el flato,
y al tiritón el sudar
vida nueva, que si en esta
dura dos meses no más,
las seis facultades juntas
no le han de saber curar.
No traduzca, no intérprete,
no escriba versos jamás;
frailes y musas le tienen
hecho un trasgo de hospital:
y esos papeles y libros,
que tan mal humor le dan,
tírelos al pozo, y vayan
Plauto y Moreto detrás.
Salga de Madrid, no esté
metido en su mechinal,
ni espere a que le derrita
el ardor canicular:
la distracción, la alegría
rústica le curarán;
mucho burro, muchos baños,
y mucho no trabajar.
En tanto que esta sentencia
fulmina la facultad,
mis amigos me las mullen
en junta particular.
Dicen: ¡Oh, si Moratín
no fuese tan haragán,
si de su modorra eterna
quisiera resucitar!
Él ha sabido adquirir
la estimación general,
aplauso y envidia excita
cuanto llega a publicar.
Le murmuran; pero nadie
camina por donde él va:
nadie acierta con aquella
difícil facilidad;
y si él quisiera escribir
tres cuadernillos no más,
¿La caterva de pedantes
adonde fuera a parar?
¿Que se hiciera tanto insulso
compilador ganapán,
que de francés en gabacho
traducen el pliego a real?
Tanto hablador, que a su arbitrio
méritos rebaja y da,
tiranizando las tiendas
de Pérez y Mayoral?
No señor, quien ha tenido
la culpa de este desmán,
si escuchara un buen consejo,
lo pudiera remediar.
Tomasen la providencia
de meterle en un zaguán,
con su candil, su tintero,
pluma, y papel, y cerrar:
allí, con ración escasa
de queso, agua fresca y pan,
escribiese cada día
lo que fuera regular.
¿Emporcaste un pliego? Lindo:
almuerza y vuelve al telar:
come, si llenaste cuatro,
cena, si acabase ya.
¿Quieres tocino? Veamos
si está corregido el plan.
¿Quieres pesetas?, pues daca
El Drama sentimental.
Por cada escena, dos duros
y un panecillo te dan,
Por cada Pequeña pieza
un Vale dinero, y más.
Y de este modo, en un año,
pudiéramos aumentar,
de los cómicos hambrientos
el exprimido caudal.
Esto dicen mis amigos,
(Reniego de su amistad)
mi suegro, si le tuviera,
no dijera cosa igual.
Esto dicen, y en un corro
siete varas m as allá,
Don Mauricio, Don Senén,
Don Cristóbal, Don Beltrán,
y otros quince literatos
que infestan la capital;
presumidos, ya se entiende,
doctos, a no poder más:
dicen, Moratín cayó,
bien le pueden olear,
no chista ni se rebulle,
ya nos ha dejado en paz.
Su Baron no vale nada
no hay enredo allí, ni sal,
ni caracteres, ni versos,
ni lenguaje, ni... Es verdad:
dice Don Tiburcio: ayer
me aseguró Don Cleofás,
en casa de la condesa
viuda de Madagascar,
que es traducción muy mal hecha
de un drama antiguo alemán...
-Sí, traducción, traducción,
chillan todos a la par,
traducción... ¿Pues él por donde
ha de saber inventar?
No señor, es traducción.
Si él no tiene habilidad,
si él no sabe, si él no ha sido
de nuestro corro jamás,
si nunca nos ha traído
sus piezas a examinar;
¿Qué ha de saber? -¡Pobre diablo!
Exclama Don Bonifaz:
si yo quisiera decir
lo que... pero bueno está.
-¡Oiga!, ¿pues qué ha sido? Vaya,
díganos usted. -No tal,
No. Yo le estimo, y no quiero
que por mí le falte el pan.
Yo soy muy sensible: soy
filósofo, y tengo ya
escritos catorce tomos
que tratan de humanidad,
beneficencia, suaves
vínculos de afecto y paz;
todo almíbares, y todo
deliquios de amor social;
pero es cierto que... Si ustedes
me prometieran callar,
yo les contara. -Sí, diga
usted, nadie lo sabrá:
Diga usted. -Pues bien: el caso
es que ese cisne inmortal,
ese dramático insigne,
ni es autor, ni lo será,
no sabe escribir, no sabe
siquiera deletrear:
imprime lo que no es suyo,
todo es hurtado, y... ¿Qué más
sus comedias celebradas,
que tanta guerra nos dan,
son obra de un religioso
de aquí de la Soledad.
Dióselas para leerlas,
(nunca el fraile hiciera tal)
no se las quiso volver,
muriose el fraile, y andar...
Digo, ¿me explico? -En efecto,
grita la turba mordaz,
son del fraile. Ratería,
hurto, robo, claro está.
Geroncio, mira si puede
haber confusión igual:
ni sé qué hacer, ni confío
en lo que hiciere acertar.
Si he de seguir los consejos
que mi curador me da,
si he de vivir, no conviene
que pida a mis nervios más.
Confundir a tanto necio
vocinglero pertinaz,
que en la cartilla del gusto
no pasó del cristus, a:
componer obras, que piden
estudio, tranquilidad,
robustez, y el corazón
libre de todo pesar;
no es empresa para mí.
Tú, Geroncio, tú me das
consejo. ¿Cómo supiste
imponer, aturrullar,
y adquirir fama de docto,
sin hacer nada jamás?
Tú, maldito de las Musas,
que lleno de gravedad,
de todo lo que no entiendes
te pones a disertar
¿Cómo sin abrir un libro,
por esas calles te vas,
haciéndote el corifeo
de los grajos del lugar?
Y con ellos tragas, brindas
y engordas como un bajá
y duermes tranquilo, y nadie
sospecha tu necedad.
Dime si podré adquirir
ese don particular,
dame una lección si quiera
de impostor y charlatán,
y verás cómo al instante
hago con todos la paz,
y olvido lo que aprendí,
para lucir y medrar.
 
 
 
Epigrama
Irrevocable destino de un autor silbado

Cayó a silbidos mi Filomena.
-Solemne tunda llevaste ayer.
-Cuando se imprima verán que es buena.
-¿Y qué cristiano la ha de leer?
 
 
 
Inscripción
Para el sepulcro de d. Francisco Gregorio de Salas

En esta venerada tumba, humilde,
yace Salicio: el ánimo celeste,
roto el nudo mortal, descansa y goza
eterno galardón. Vivió en la tierra
pastor sencillo, de ambición remoto,
a el trato fácil y a la honesta risa,
y del pudor y la inocencia amigo.
Ni envidia conoció, ni orgullo insano,
su corazón, como su lengua puro.
Amaba la virtud, amó las selvas.
Diole su plectro, y de olorosas flores.
guirnalda le ciñó, la que preside
al canto pastoril, divina Euterpe.
 
 
  
Soneto

A Clori, declamando en fábula trágica
¿Qué acecho de dolor el alma vino
a herir? ¿Qué funeral adorno es éste?
¿Qué hay en el orbe que a tus luces cueste
el llanto que las turba cristalino?
 
¿Pudo esfuerzo mortal, pudo el destino
así ofender su espíritu celeste?...
¿O es todo engaño?, y quiere Amor que preste
a su labio y su acción poder divino.
 
Quiere que exenta del pesar que inspira,
silencio imponga al vulgo clamoroso,
y dócil a su voz se angustie y llore.
 
Que el tierno amante que la atiende y mira,
entre el aplauso y el temor dudoso,
tan alta perfección absorto adore.
 
 
 
Epigrama
A Lesbia modista

Lesbia, tú que a las bonitas
añadir adornos puedes;
como a todas las excedes,
de ninguno necesitas.
 
 
 
Epístola
Al Príncipe de la Paz

Buscando alivio a mi salud endeble,
me vine a guarecer en la aspereza
de estos peñascos, del ardor estivo
que hoy enciende a Madrid. Quietud, silencio,
Paz en el alma, soledad quería,
frescura y sombras. Encerré con llave
los doctos libros, que el talento ilustran,
y el vigor al estómago destruyen.
Holgar quise y vivir; y apenas llego
a las orillas que fecunda el Arlas,
coronada la sien de humildes, juncos,
inesperada pesadumbre altera
mis honrados propósitos. ¿Adónde
sabré ocultarme, si habitando ahora
rústico albergue, defendido entorno
de precipicios y fragosas cumbres,
aquí me induce a traducir mi estrella?
 
Pero en vano será. Como sucede
una vez y otras muchas al cuitado
que no tiene comercio, hacienda, casa,
ni oficio, ni pensión, ni renta, y vive
tranquilo; en tanto que la numerosa
turba a quien debe el aire que respira,
se afana en perseguirle. El escribano
le cita, el alguacil le acecha y busca,
manda Marquina que sus deudas pague,
y no las paga: al soberano acuden,
manda que pague, y su pobreza extrema
privilegio le da seguro y cierto
de no pagar jamás. Yo así, fiado
de la ignorancia que padezco y lloro,
venerando el precepto que me impone
mi generoso protector; me eximo
de obedecerle. Si entender pudiese
lengua que no aprendí, traduciría
en culta frase de León y Herrera
los garabatos que del norte frío
vienen al Tajo mendigando ahora
glosa y comentador. O si aspirase
a conseguir, sin merecerle, el nombre
de poligloto y helenista insigne;
amigos tengo, y con ajenas plumas
me presentara intrépido y soberbio,
y la alquilada erudición pudiera
valerme aplauso entre la plebe osada
de los pedantes, cuya ciencia es solo
mentir doctrina, aparentar estudios.
 
Nunca, señor, de la impostura el arte
supe adquirir. Mucho talento anuncia,
mucha constancia y dirección prudente,
el acercarse de Minerva al templo.
La vida es breve: el límite se ignora
que debió a su Hacedor la siempre varia,
robusta en producir naturaleza.
Las artes que la imitan, aspirando
a conseguir la perfección; desisten
a su vista confusas y cobardes
del atrevido intento. Un primor solo,
una sola verdad, a sus alumnos
cuesta prolijo afán, y aquel que logra
adelantarse en la difícil vía,
a los que siguen con incierta planta
el mismo generoso intento, adquiere
ilustre honor que en las edades vive.
Sabio le llama el mundo, porque en una
ciencia alcanzó lo que anhelaron muchos;
no porque en ella al término llegase:
que inaccesible de los hombres huye.
Solo el pedante vocinglero, hinchado
de vanidad y ponzoñosa envidia,
todo lo sabe. En el café gobierna
los imperios del orbe, y mientras bebe
diez copas de licor, sorprehende, asalta,
gana de Gibraltar el puerto y muro.
Consultadle, señor, veréis que pronto
cubriendo el mar de naves españolas,
sin fatiga, sin gasto, a Irlanda ocupa,
y los tesoros de Jamaica os pone
En la calle mayor. ¿Queréis oirle
por tres horas no más? Latín, tuderco,
árabe, griego, mejicano y chino,
cuantos idiomas hay, cuantos cuentos pudiera
haber, los sabe. Erudición, historia,
náutica, esgrima, metalurgia y leyes:
en todo es superior, único y solo.
Poco estima a. Mozart: nota con ceño
que Cimarosa en tal o tal motivo
no estuvo muy feliz. Habla y decide
en materia de escorzos y contrastes,
tonos de luz, degradación de tintas,
pliegues y grupos. Convulsión padece
con el silabizar de Garcilaso,
¡Tan delicado tímpano es el suyo!
Las faltas ve de propiedad y estilo
en que se deslizó la mal tajada
péñola de Cervantes..., vive insigne
honor y gloria de la edad presente,
para instrucción común: esplendorosa
lámpara no te apagues. Yo, que admiro
la vasta enciclopédica doctrina,
que ostentas en banquetes clamorosos;
no te la sé envidiar: y si consigo
que alguna vez mi rudo verso escuche
aquel que alivia el grave peso a Carlos
en la dominación de tanto imperio,
a más no aspira mi talento humilde.
 
 
 
Epigrama
A Lesbia modista

En la gala y compostura
que a nuestras jóvenes das,
Lesbia, tu invención se apura;
si las dieras tu hermosura,
nunca te pidieran más.
 
 
 
Oda
Los días

¡No es completa desgracia,
que por ser hoy mis días,
he de verme sitiado
de incómodas visitas!
 
Cierra la puerta, mozo,
que sube la vecina,
su cuñada y sus yernos
por la escalera arriba.
 
Pero, ¡que!... No la cierres,
si es menester abrirla:
si ya vienen chillando
Doña Tecla y sus hijas.
 
El coche que ha parado,
según lo que rechina,
es el de Don Venancio,
¡Famoso petardista!
 
¡Oh! Ya está aquí Don Lucas
haciendo cortesías,
y Don Mauro el abate,
opositor a mitras.
 
Don Genaro, Don Zoylo,
y Doña Basilisa;
con una lechigada
de niños y de niñas.
 
¡Qué necios cumplimientos!
¡Qué frases repetidas!
Al monte de Torozos
me fuera por no oírlas.
 
Ya todos se preparan
(y no bastan las sillas)
a engullirme bizcochos,
y dulces y bebidas.
 
Llénanse de mujeres
comedor y cocina,
y de los molinillos
no cesa la armonía.
 
Ellas haciendo dengues,
allí y aquí pellizcan;
todo lo gulusmean,
y todo las fastidia.
 
Ellos, los hombronazos,
piden a toda prisa
del rancio de Canarias,
de Jerez y Montilla.
 
Una, dos, tres botellas,
cinco, nueve se chiflan.
¿Pues, señor, hay paciencia
para tal picardía?
 
¿Es esto ser amigos?
¿Así el amor se explica?
Dejando mi despensa
asolada y vacía.
 
Y en tanto los chiquillos,
canalla descreída,
me aturden con sus golpes,
llantos y chilladiza.
 
El uno acosa al gato
debajo de las sillas:
el otro se echa acuestas
un cangilón de almíbar.
 
Y al otro, que jugaba
detrás de las cortinas,
un ojo y las narices
le aplastó la varilla.
 
Ya mi bastón les sirve
de caballito, y brincan
mi peluca y mis guantes
al pozo me los tiran.
 
Mis libros no parecen:
que todos me los pillan,
y al patio se los llevan
para hacer torrecitas.
 
¡Demonios! Yo que paso
la solitaria vida,
en virginal ayuno
abstinente heremita.
 
Yo, que del matrimonio
renuncié las delicias,
por no verme comido
de tales sabandijas:
 
¿He de sufrir ahora
esta algazara y trisca?
Vamos, que mi paciencia
no ha de ser infinita.
 
Váyanse enhoramala:
salgan todos aprisa
recojan abanicos,
sombreros y basquiñas.
 
Gracias por el obsequio
y la cordial visita,
gracias; pero no vuelvan
jamás a repetirla.
 
Y pues ya merendaron,
que es a lo que venían,
si quieren baile, vayan
al soto de la villa.
 
 
 
Epístola
El filosofastro

Ayer Don Ermeguncio, aquel pedante
locuaz, declamador, a verme vino
en punto de las diez. Si de él te acuerdas,
sabrás que no tan solo es importuno,
presumido, embrollón; sino que a tantas
gracias añade la de ser goloso,
más que el perro de Filis. No te puedo
decir con cuantas indirectas frases,
tropos elegantes y floridos,
me pidió de almorzar. Cedí al encanto
de su elocuencia, y vieras conducida
del rústico gallego que me sirve,
ancha bandeja con tazón chinesco
rebosando de hirviente chocolate;
(Ración cumplida para tres prelados
benedictinos) y en cristal luciente,
agua que serenó barro de Andújar
tierno y sabroso pan, mucha abundancia
de leves tortas y bizcochos duros,
que toda absorben la poción suave
de Soconusco, y su dureza pierden.
No con tanto placer el lobo hambriento
mira la enferma res, que en solitario
bosque perdió el pastor; como el ayuno
huésped, el don que le presento opimo.
 
Antes de comenzar el gran destrozo,
altos elogios hizo del fragante
aroma que la taza despedía,
del esponjoso pan, de los dorados
bollos, del plato, del mantel, del agua;
y empieza a devorar. Mas no presumas
que por eso calló: diserta y come,
engulle y grita, fatigando a un tiempo
estómago y pulmón. ¡Qué cosas dijo!
¡Cuánta doctrina acumuló, citando
vengan al caso o no, godos y etruscos!
Al fin, en ronca voz: ¡Oh! Edad nefanda,
vicios abominables! ¡Oh costumbres!
¡Oh corrupción! Exclama; y de camino
dos tortas se tragó. ¡Qué a tanto llegue
nuestra depravación, y un placer solo,
tantos afanes y dolor produzca
a la oprimida humanidad! Por este
sorbo llenamos de miseria y luto
la América infeliz, por él Europa,
la culta Europa, en el oriente usurpa
vastas regiones; porque puso en ellas
naturaleza el cinamomo ardiente:
y para que más grato el gusto adule
este licor, en duros eslabones
hace gemir al atezado pueblo,
que en África compro, simple y desnudo.
¡Oh! ¡Qué abominación! Dijo, y llorando
lágrimas de dolor, se echó de un golpe
cuanto en el hondo cangilón quedaba.
 
Claudio, si tú no lloras, pues la risa
llanto causa también, de mármol eres:
que es mucha erudición, celo muy puro,
mucho prurito de censura estoica
el de mi huésped; y este celo, y esta
comezón docta, es general locura
del filosofador silo presente.
Más difíciles somos y atrevidos
que nuestros padres, más innovadores,
pero mejores no. Mucha doctrina,
poca virtud. No hay picarón tramposo,
venal, entremetido, disoluto,
infame delator, amigo falso,
que ya no ejerza autoridad censoria
en la Puerta del Sol, y allí gobierne
los estados del mundo: las costumbres,
los ritos y las leyes mude y quite.
 
Próculo, que se viste y calza y come
de calumniar y de mentir, publica
centones de moral. Nevio, que puso
pleito a su madre y la encerró por loca,
dice que ya la autoridad paterna
ni apoyos tiene ni vigor, y nace
la corrupción de aquí. Zenón, que trata
de no pagar a su pupila el dote,
habiéndola comido el patrimonio
que en su mano rapaz la ley le entrega,
dice que no hay justicia, y se conduele
de que la probidad es nombre vano.
Rufino, que vendió por precio infame
las gracias de su esposa, solicita
una insignia de honor. Camilo apunta
cien onzas, mil, a la mayor de espadas,
en ilustres garitos disipando
la sangre de sus pueblos infelices;
y habla de patriotismo... Claudio, todos
predican ya virtud, como el hambriento
Don Ermeguncio cuando sorbe y llora...
Dichoso aquel, que la practica y calla.
 
 
 
Epigrama
A un comerciante que puso en su casa una estatua de mercurio

Si al decorar tus salones,
Fanio, a Mercurio prefieres,
tienes a fe mil razones:
que es dios de los mercaderes,
y también de los ladrones.
 
 
 
Epístola
A un ministro: sobre la utilidad de la historia

Ya el invierno de nubes coronario,
detuvo en hielos su corriente al río:
brama el Boreas. Felices
campos, adiós, y tú, valle sombrío,
a los placeres del amor sagrado,
Venus hoy te abandona y los Amores,
y el sol, cercano al capricornio frío,
de la noche los términos dilata.
 
No toleremos, no, que voladora
así pase la edad, si los mejores
instantes que arrebata,
negamos del estudio a las tareas.
Por él, mi dulce amigo,
la razón conducida,
recibe del saber altas ideas.
En la carrera incierta de la vida
dirigir puede al hombre, y enemigo
del ocio torpe y la ignorancia obscura,
o le presta consuelo
en la adversa ocasión, o le asegura
el favor de la suerte:
justa obediencia, y justo imperio enseña.
 
Si a ti benigno el cielo
miró al nacer y hoy colma de favores;
pues no a las letras proteger desdeña
tu mano generosa,
ellas su auxilio deben ofrecerte.
Que no siempre de flores
la senda peligrosa
de la fortuna encontrarás cubierta:
ni el timón abandona el marinero,
por más que el viento igual, propicio espire.
 
Docta la historia, ejemplo verdadero
a tu razón presente,
de lo que habrá de ser, en lo que ha sido.
Mira en ella los pueblos más famosos
que redimen sus fastos del olvido,
si políticos ya, si belicosos,
a tanta gloria, a tal poder llegaron
si en ellos se admiraron
justicia, humanidad, costumbres puras,
si fue de la virtud asilo el trono;
si la ignorancia, las venganzas duras,
el ocio corruptor, el abandono,
dieron causa a su estrago.
 
Ya no existís, naciones poderosas,
vuestra gloria acabó. Tyro opulenta,
Persépolis, y tú, fiera Cartago,
enemiga del pueblo de Quirino,
ya no existís. Dudoso el caminante
en hórrido desierto
os busca, y el bramido
de las fieras le aparta. La corriente
sigue al Eúfrates que tronando suena,
y el lugar desconoce
donde la Asiria Babilonia estuvo
que al héroe macedón miró triunfante.
Hoy cenagosos lagos, corrompido
vapor, caliente arena,
áspera selva, inculta, engendradora
de monstruos ponzoñosos
encuentra solo; y la ciudad que pudo
del vencedor romano.
El yugo sacudir, Palmira ilustre,
yace desierta ahora,
sus arcos y obeliscos suntuosos,
montes son ya de trastornadas piedras,
sus muros son ruinas.
Hundió del tiempo la invisible mano
entre arbustos estériles y hiedras,
los pórticos del foro
en columnas de Paro sostenidos,
basas robustas y techumbres de oro
donde el arte expresó formas divinas...
¡Memorias de dolor! Allí apacienta
su ganado el zagal, y absorto admira
como repite el eco sus acentos,
por las concavidades retumbando.
 
De tal desolación la causa mira,
no tanto en los opuestos elementos
embravecidos, cuando
al austro obscuro el aquilón compite,
y Jove en alto carro conducido
fulmina a los alcázares centellas:
o cuando en las cavernas oprimido
del centro de la tierra, el fuego brama
con rumor espantoso,
y en su reventación muda los montes,
ciudades arruina,
hierbe el mar proceloso,
y arde en sus ondas la violenta llama.
Que el hombre, el hombre mismo,
sí a la maldad declina;
desconociendo términos, excede
a las iras del cielo y del abismo.
 
Triunfó insolente la impiedad, faltaron
las leyes, el pudor, y los robustos
imperios de la tierra
debilitó cobarde tiranía:
las delicias funestas enervaron
el amor de la paria, el ardimiento,
la disciplina militar y el día
llegó terrible de discordia y guerra,
que al orgullo mortal previno el hado,
para ejemplo a los siglos espantoso.
Y como desatado
suele el torrente de la yerta cumbre
bajar al valle, y resonando lleva,
roto el margen con ímpetu violento,
árboles, chozas, y peñascos duros,
rápido quebrantando y espumoso
de los puentes la grave pesadumbre,
y la riqueza de los campos quita,
y soberbio en el mar se precipita;
así, barbaras gentes, descendiendo
del norte helado en multitud inmensa
contra la invicta Roma, estrago horrendo,
muerte y esclavitud la destinaron;
y al orbe que oprimió dieron venganza.
Así, en edad distinta,
osado el Trace, sin hallar defensa,
excediendo el suceso a la esperanza,
trastornó los imperios del oriente,
el trono de los Césares, la augusta
ciudad de Constantino.
Grecia humilló su frente:
El Araxes y el Tigris proceloso,
con el Jordán divino
que al mar niega el tributo,
las Arabias y Egipto fabuloso,
en servidumbre dura
cayeron y opresión. Gimió vencida
la tierra que llenó de espanto y luto,
de sus vagos ejércitos impíos
la furia poderosa.
 
Mas como suele en los despojos fríos
que al sepulcro voraz lleva la muerte,
buscar alivios a la frágil vida
la física estudiosa;
tú así, en la edad pasada examinando
de tantos pueblos la voluble suerte,
las causas de su gloria y su ruina;
propio escarmiento harás la culpa ajena,
experiencia el aviso,
y natural talento la doctrina.
Verás entonces que el que sabe impera,
y en medio de las dichas preparando
el animo robusto
contra la adversidad, o la modera,
o la resiste intrépido. Que el mando
es delicioso; si templado y justo
la unión social mantiene,
los intereses públicos procura,
la ley se cumple, y ceden las pasiones.
Que el poder, no en violencia se asegura,
ni el horror del suplicio le sostiene,
ni armados escuadrones;
pues donde amor faltó, la fuerza es vana.
 
Tú lo sabes, señor, y en tus acciones
ejemplo das. Tú la virtud obscura,
tú la inocencia amparas. Si olvidado
el mérito se vio, tú le coronas:
las letras a tu sombra florecieron,
el celo aplaudes, el error perdonas,
y el premio a tus aciertos recibiste
en placer interior que el alma siente.
 
¡Oh! Pues tan altos dones mereciste
al numen bienhechor, que generoso
igualó con tus prendas tu fortuna;
roba instantes al tiempo presuroso,
ilustrando la mente
con nuevas luces si te falta alguna.
 
 
 
Epigrama
A Gerongio

Pobre Geroncio, a mi ver
tu locura es singular:
quien te mete a censurar
lo que no sabes leer?
 
 
 
Epístola
A Andrés

¿Quieres casarte, Andrés? ¿O te propones
a mi dictamen acceder sumiso?
¿Tan dócil es tu amor? ¿O tan dudoso
el mérito será de tu futura
Doña Gregoria, que el quererla mucho,
o no quererla, de mí voz depende?
En fin, si mi opinión saber deseas
te la diré; pero el asunto es grave
y toca en la moral filosofía,
no se diga de mí, que en delicadas
materias uso de pedestre estilo
y frase popular. Tú, que las noches
pasas leyendo la moderna solfa
de nuestros cisnes, y por ella olvidas
de Lope y Laso la dicción, escucha:
que en la misiva que a copiarte empiezo,
mi dictamen te doy, no te conjuro.
 
«Si, tus abriles, bonancibles años,
»que meció cuna en menear dormido,
»del bostezarte sueñecito umbratil;
»huyen, y huyendo, amigo Andrés, no tornan.
»¿Qué nube de esperanzas y deseos
»te halaga enderredor? ¡Ay! teme, teme
»letargoso placer, velar cargoso
»y rugosa inquietud que a par te cercan.
»Entra amigo en ti mismo, o si te place
»huye dentro de ti: consulta un rato
»la sensatez en lóbrego silencio,
»y hondamente exclamante ella te aleje
»de la deshermandad desamistada,
»que los cuidados cárdenos profusa.
»Presto será que el pestilente soplo
»del ejemplo mortal de un mundo infecto,
»arideciendo el alma infructuosa,
»sin esperanza la semilla ahogue
»que natura plantó: ni el freno triste,
»ni el helado compás de la prudencia,
»su vividor hervir harán que cese.
 
»Todo al tiempo sucumbe: el cedro añoso,
»la dócil caña en gratitud riendo
»dulce; como de leve niebla umbría
»el insensato orgullo. Infortunado
»clima aridece ya con sus heladas,
»crujientes pesadumbres, y fraguras,
»el numen invernal: llegan las horas
»de hielo y luto, y se empavesa el cielo.
»Salud, lúgubres días, horrorosos
»aquilones, salud; que ya se cubre
»selvosa soledad de nieve fría,
»y el alto sol mirándola se embebe.
»Ábrego silvador, cierzo bramante,
»y a la tormenta, excitan borrascosa
»soplan el solo de venganza, y nubes
»obscuras en los vientos cabalgando,
»bañan y abisman los tranquilos surcos.
 
»Empero ley primaveral que vuelve,
»dócil se presta al orearte soplo
»del aura matinal: cuanto es so el cielo
»todo anuncia, placer: la etérea playa
»velada en esplendor, colma la selva
»de profusión fragante, los soplillos
»del favonio y el beé de las simplillas
»corderas, que yerbilla pastan verde.
»¡Oh coronilla! A ti también te veo,
»y la sien de la espiga; aunque levante
»el abrojo su frente ignominiosa.
»Las fuentes, los arroyos saltadores,
»sierpes de nácar, con albores giran;
»forman torcidas calles, y jugando
»con las flores se van. Canta el pardillo
»y ledo mira al sol, vuela y se posa,
»o al vislumbrar de la modesta luna,
»le responde la eco solitaria.
 
»La estación estival empós se sigue,
»y el agosto abrasado ahoga las flores
»con ardor descollante. Palidece
»el musgoso verdor, oigo quejarse
»en seco son el vértigo del polvo;
»y lo que por doquier bañado en vida
»el céfiro halagaba, estinto yace.
»El sol en su hosquedad desjuga el suelo,
»y mientra amiga la espigosa Ceres
»con la pecha del trigo desuraña
»al cultor fatigado; los umbrosos
»frescores, el postrer aliento ríen.
 
»Luego con sus guirnaldas pampanosas,
»octubre empampanado, en calma frente,
»la alegría otoñal nos da que vuelva:
»a la esperanza la corona el goce,
»y la balanza justa al sol voluble
»ya le aprisiona en sus palacios frescos.
»Cefirillo tal vez enamorado
»de alguna poma, bate el ala, y llega,
»y la besa, y la deja, y toma, y mece
»las hojitas, y bulle, y gira, y para,
»y huye, y torna a mecer... Dejad que ciña
»la temulenta sien, ¡oh, Ninfas blondas!
»Mil veces Evohé... Cien copas pido,
»y empós, y a par, y cabe mí colmadlas,
»y otras ciento me dad... Así natura,
»las leyes no exorables acatando,
»próvida el perenal destino sigue,
»engranando los seres con los seres;
»que unos de otros empós, en rauda marcha,
»crecen, y llegan, y los tragan, y huyen.
 
»¡Ay! ¡Amigo hermanal! Cauto desoye
»luengos transportes y cobarde miedo,
»que a la infantina juventud apena.
»Se alejan ya los intornables días,
»tremolando el terror. Ocia; si es dado;
»no quieras zozobrar en el arrollo,
»con los reveses reluchando indócil.
»¿Ves la rueda insociable de fortuna
»resaltar vacilante, en rechinido,
»y agudo retiñir? ¿Y como torva
»la insaciabilidad del oro insomne,
»la avaricia clavó dentro del pecho?
»¿Ves la envidia voraz? ¿Ves la perfidia,
»riendo muertes, profusas protervias,
»y el puñal del desprecio, la ponzoña
»de la doblez, los hielos del olvido,
»que la alma fuente del sentir cegaron?
»Heme en fin junto a ti: que ya te tiendo
»un brazo de salud. ¡Ay! No disocies
»a la fiel confianza de tu frente.
»Con el destilo escuda la dureza,
»y flecha tu interior con las memorias.
»No el díscolo interés soplando estéril,
»impida de tu pecho al golfo umbrío,
»que en claridad lumbrosa se desnuble.
 
»El hombre es solo quien guarnece al hombre,
»mi buen Andrés. No marques en oprobio
»tu vivir breve: al sexual cariño
»el brutal apetito rinda el cetro,
»y cubre con tu mano tu deshonra.
»Que en cuanto vieres navegar los astros,
»verás, ¡ay, ay, ay, ay! que es llanto el gozo:
»que las pasiones para siempre yacen,
»yacen, sí, yacen: a la tumba lleva
»el frío de el no ser: entre orfandades
»pasea en espectáculo profundo
»la muerte el carro, y propiciar no puede
»más al mortal que suspirar deseos.»
 
¿Me has entendido Andrés? Si reconoces
que de tan inhumana jerigonza
nada se entiende, y te quedaste a obscuras;
quema tus libros y renuncia al pacto,
y hasta que aprecies el hablar castizo
de tus abuelos solterón te queda:
y que Doña Gregoria determine
lo que la esté mejor. Si mi discurso,
enfático, dogmático, trifauce,
te ha parecido bien, y en él admiras
repetido el primor de tus modelos;
no te detengas: cásate esta noche,
y larga sucesión te den las Furias.
 
 
Poesías sueltas
Leandro Fernández de Moratín


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