Poemas de el gran poeta
Francisco Martínez de la Rosa

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Poesía
Francisco Martínez de la Rosa
(Granada, 1787 - Madrid, 1862)


La perdiz

Cesa un instante siquiera,
Cesa, avecilla, en el canto,
Y no atraigas a los tuyos
Con tu pérfido reclamo:
El mismo dueño a quien sirves,
Te arrancó del nido amado,
Te robó la libertad,
Te desterró de los campos;
Y por complacerle ahora,
De tanta crueldad en pago
A tu esposo y a tus hijos
Tú misma tiendes el lazo.
La voz del amor empleas,
Brindas con dulces halagos,
Cuando la tierra y el cielo
A amar están convidando;
Pero entre tanto escondida
La muerte acecha a tu lado,
Pronta a salpicar con sangre
Las bellas flores del prado
¡Ay! deja al hombre cruel
Valerse de esos engaños;
Llamar con voz alevosa
y vender a sus hermanos.


La soledad

Único asilo en mis eternos males,
Augusta soledad, aquí en tu seno,
Lejos del hombre y su importuna vista,
Déjame libre suspirar al menos:
Aquí, a la sombra de tu horror sublime,
Daré al aire mis lúgubres lamentos,
Sin que mi duelo y mi penar insulten
Con sacrílega risa los perversos,
Ni la falsa piedad tienda su mano,
Mi llanto enjugue y me traspase el pecho.
Todo convida a meditar: la noche
El mundo envuelve en tenebroso velo;
Y aumentando el pavor, quiebran las nubes
De la luna los pálidos reflejos:
El informe peñasco, el mar profundo
Hirviendo en torno con medroso estruendo,
El viento que bramando sordamente
Turba apenas el lúgubre silencio,
Todo inspira terror, y todo adula
Mi triste afán y mi dolor acerbo.
La horrible majestad que me rodea
Lentamente descarga el grave peso
Que mi pecho oprimió: por vez primera
Se mezclan mis sollozos a mis ecos,
Y apiadado el destino da a mis ojos
De una mísera lágrima el consuelo...
¡Llanto feliz! Cual bienhechor rocío
Templa la sed del abrasado suelo,
Calma la angustia, la mortal congoja
Con que batalla mi cansado esfuerzo;
Y en plácida tristeza absorta el alma,
No envidiará la dicha ni el contento.
Solo en el mundo, de ilusiones libre,
De vil temor y de esperanza ajeno,
Encontraré la paz que vanamente35
me ofreció con su magia el universo.
¿Qué importa que a mi planta mal segura
Aún falte tierra en que estampar su sello,
Y al carcomido escollo amenazando,
Me estreche el mar en angustioso cerco?
¿No me basto a mí mismo? ¿No me es dado
Alzar mis ojos sin pavor al cielo,
Sentir mi corazón que quieto late,
Y el mundo contemplar con menosprecio?
Yo vi en la aurora de mi edad florida
Sus encantos brindarse a mis deseos:
Gloria, riquezas, cuantos falsos bienes
Anhela el hombre en su delirio ciego,
En torno me cercaron: oficiosa
La amistad redoblaba mi contento;
La pérfida ambición me sonreía;
Me brindaba el amor su dulce seno
Temí, temblé, me apercibí al combate,
Demandé a mi razón su flaco esfuerzo;
Y apenas pude en afanosa lucha
Rechazar tanto hechizo lisonjero.
¡Qué fuera, o Dios, si al rápido torrente
Yo propio me arrojara! En presto vuelo
Pasaron cinco lustros de mi vida,
Y el cuadro encantador huyó con ellos;
Huyó, volví la vista, lancé un grito
Y en vez de flores encontré un desierto.


El huérfano

Mientras el crudo diciembre
Arroja nieve y granizo,
Y del palacio las puertas
Conmueve el ábrego impío,
A su amparo en noche oscura
Se acoge un mísero niño,
Que abandonaron sus padres
Y no halla en el mundo asilo:
Ambas manos junto al pecho,
Tiembla de susto y de frío;
Y hasta el aliento le falta
Para demandar auxilio...
¡Jamás tuvo el inocente
Quien oyera sus suspiros,
Quien enjugase su llanto,
Quien le llamara su hijo!
En el hueco de unas rocas
Le hallaron recién nacido,
Sin más protector que el cielo,
Ni más padre que Dios mismo;
Sólo Dios, que abre su mano
Para el tierno pajarillo,
Y hasta en el aura derrama
Las semillas y el rocío.

Huérfano desventurado,
No llores tan afligido;
Y llama a la misma puerta
Que hora te sirve de arrimo:
Llama otra vez, que su dueño
En blando lecho adormido,
En sueños ve los tesoros
Que conducen sus navíos;
Y no ha de ser tan cruel,
Que al escuchar tus gemidos,
Te niegue un pobre sustento,
Te niegue un mísero abrigo.

«¡Amparad piadosos
A un niño infeliz;
Y Dios os lo premie
Mil veces y mil!
Solo y desvalido
¡Ay triste! nací;
Que mi propia madre
Me alejó de sí...
Si madre tuvisteis,
A Dios bendecid;
¡Y en memoria suya
Doleos de mí!
Nunca una palabra
Cariñosa oí;
Llanto de mis ojos
Por leche bebí...

Por Dios y su Madre,
Piadosos abrid;
Si no, a vuestra puerta,
Me veréis morir!...»

Apenas estas palabras
Sollozaba el huerfanito,
Cuando dentro del palacio
Sonó de un can el ladrido;
Cien esclavos acudieron;
Y amenazaron al niño,
Si en mal hora el dueño adusto
Despertaba a sus gemidos.

Poesía
Francisco Martínez de la Rosa



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