Poemas de el gran poeta:
Gaspar Núñez de Arce

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El Vértigo


Guarneciendo de una ría
la entrada incierta y angosta
sobre un peñón de la costa
que bate el mar noche
se alza gigante y sombría
ancha torre circular
que un rey mando edificar
a manera de atalaya
para defender la playa
de los piratas del mar

Cuando viento borrascoso
sus almenas no conmueve
no turba el rumor mas leve
la majestad del coloso.
Queda en profundo reposo
largas horas sumergido
y sólo se escucha el ruido
conque los aires azota
alguna blanca gaviota
que tiene en la peña el nido.

Mas cuando en recia batalla
el mar rebramando choca
contra la empinada roca
que allí le sirve de valla
cuando en la enhiesta muralla
ruge el huracán violento
entonces, firme en su asiento
el castillo desafía
la salvaje sinfonía
de las olas y del viento.

Dio magnánimo el monarca
en feudo, a Juan de Tavares
las seis villas y lugares
de aquella agreste comarca
Cuanto con la vista abarca
desde el alto parapeto
a su yugo esta sujeto
y en los Reinos de Castilla
no hay señor de horca y cuchilla
que no le tenga respeto.

Para acrecentar sus bríos
contra los piratas moros
colmóle el rey de tesoros
mercedes y señoríos
mas cediendo a sus impíos
pensamientos de Luzbel
desordenado y cruel
roba, incendia, asuela y mata
y es mas bárbaro pirata
que los vencidos por él.

Pasma el mirar su serena
faz, y su blondo cabello
que encubra rostro tan bello
los instintos de una hiena.
Cuando en el bosque resuena
su bronca trompa de caza
con mudo terror abraza
la madre al hijo inocente
y huye medrosa la gente
del turbión que la amenaza.

Desde su escarpada roca
baja al indefenso llano
con el acero en la mano
y la blasfemia en la boca
Excita con ansia loca
el furor de su mesnada
y no cesa la algarada
conque a los pueblos castiga
sino cuando se fatiga,
mas que su brazo, su espada.

De condición dura y torvano
acierta a vivir en paz
y como incendio voraz
destruye cuanto le estorba
todo a su paso se encorva
la súplica le exaspera
goza en la matanza fiera
y con el botín del robo
vuelve como hambriento lobo
a su infame madriguera.

Una noche, una de aquellas
noches que alegran la vida
en que el corazón olvida
sus dudas y sus querellas
en que lucen las estrellas
cual lámparas de un altar
en que convidando a orar
la luna como hostia santa
lentamente se levanta
sobre las olas del mar.

Don Juan, dócil al consejo
que en el mal le precipita
como el hombre que medita
un crimen, esta perplejo
bajo el ceñudo entrecejo
rayos sus miradas son
y con sorda agitación
a largos pasos recorre
de la maldecida torre
al imponente salón

Arde el tronco de una encina
en la escura chimenea
el tuero chisporrote
ay el vasto hogar ilumina
sobre sus patas reclina
su ancha cabeza un lebrel
en cuya lustrosa piel
vivos destellos derrama
la roja y trémula llama
que oscila delante de él

En tan solemne momento
lucha Tavares a solas
con las encontradas olas
de su propio pensamiento.
¿Que busca? ¿cual es su intento?
¿triunfará Dios o Satán?
nunca los hombres sabrán
porque en el cerebro humano
como en el hondo océano
las olas vienen y van

En vano a vencerse prueba
y con fuerza prodigiosa
mueve la pesada losa
que abre paso a oculta cueva
del repleto hogar se lleva
un grueso tronco encendido
y arrojase enardecido
por aquella negra entrada
lanzando una carcajada
doliente como un gemido.

alza el lebrel que dormita
la noble cabeza, el sueño
sacude, y en pos del dueño
gruñendo se precipita.
Don Juan con ira inaudita
marcha como un torbellino
y va saltando sin tino
uno tras otro escalón
entre el humo del tizón
conque alumbra su camino.

Al fondo del antro baja
y con su puño de hierro
de un triste y lóbrego encierro
el pestillo desencaja.
Yace postrado en la paja
un ser miserable y ruin
que recelando su fin
azorado se incorpora
y con voz conmovedora
grita -Que quieres Caín?

Don Juan insensible y duro
la vista en torno pase
ay fija la humosa tea
en una grieta del muro
-Luis- le responde-te juro
que te engaña el corazón
pues no tengo la intención
de arrebatarte la vida
como una fiera cogida
en la trampa y a traición

Que pretendes pues? exclama
don Luis tendiendo los brazos:
-quieres anudar los lazos
a que la sangre nos llama?
Si la pasión que te inflama
en amor se convirtió
no te detengas, que yo
con alma y vida te espero
Y rechazándole fiero
su hermano contesta !!no!!

El uno del otro en pos
van con paso mal seguro
por el subterráneo oscuro
abandonados de Dios
El lebrel entre los dos
sobresaltado camina
y por la lóbrega mina
llegan al viejo portillo
que a un lado tiene el castillo
del peñón en que domina.

El soldado que la puerta
por fuera guarda y defiende
absorto el paso suspende
viéndola de pronto abierta
Lejanas voces de alerta
surcan la noche callada
y con frase entrecortada
por el furor que lo agita
don Juan, avanzando, grita
Eh, malsin, dame tu espada!!!

Resistir quiere el soldado
y el monstruo entonces golpea
con la resinosa tea
la faz del desventurado
por el dolor trastornado
cae el centinela inerte
-Toma para defenderte
de este menguado el acero
-prorrumpe don Juan -pues quiero
morir, o darte la muerte.

Hay en la vasta llanura
un tronco seco y ramas
despojado por las llamas
de su pompa y hermosura.
de la escarcha, la blancura
le de un tinte funerario
pues se eleva solitario
ennegrecido y escueto
como gigante esqueleto
bajo su blanco sudario.

Don Juan que la marcha guía
detienese allí, desnuda
su espada, y con voz sañuda
clama -Tu vida o la mia-
En actitud grave y fría
ante él su hermano se para
y mirando cara a cara
a su opresor,- eso esperas?
le dice - que mas quisieras
sino que yo te matara?

-Hiere si intentas herir
el golpe aguardo sereno
y yo en cambio te condeno
al suplicio de vivir.
Adonde podrás huir,
que no te alcance el castigo?
buscarás en vano abrigo
otros climas y otras playas
mas donde quieras que vayas
irá tu crimen contigo.

Mi crimen? ruge Don Juan
-Por Cristo, que es brava idea!!
y en sus ojos centellea
la cólera de Satán-
Cuando suelto el huracán
rompe, incendia y desbarata
solo algún alma insensata
en momento tan aciago
culpa al viento del estrago
y no a Dios que la desata.!!!

Desde el día que nací
-añade airado y convulso
obedezco a extraño impulso
y no soy dueño de mi
Lucha, pues armas te di
para ganar la partida
que si en la lid fratricida
no opones el hierro al hierro
Juro a Dios, que como un perro
voy a arrancarte la vida.!!

Hazlo!! contesta su hermano
a tus instintos me entrego
que no detendrá mi ruego
los ímpetus de tu mano.
Mi muerte será oh tirano!
tu expiación mas tremenda
y rompo la espada en prenda
de que no quiero cobarde
ni acero que me resguarde
ni piedad que me defienda.

Dice, y quebrando después
la bruñida y sutil hoja
en dos pedazos la arroja
de su verdugo a los pies.
avanza tranquilo y es
su porte grave y austero
-Guarde cada cual su fuero-
dice - y ya que es tu sino
mata como un asesino
mas no como un caballero.

Don Juan vacila un instante
con su conciencia batalla
pero al fin la envidia estalla
mas soberbia y mas pujante.
-Imbécil!! recojo el guante !!-
dice con áspero tono
y arrastado por su encono
contra el desdichado cierra
que cae exánime en tierra
exclamando -Te perdono-

Como expresar el horror
de aquella escena de muerte?
la victima yace inerte
a los pies del matador.
Con su pálido fulgor
la luna alumbra al caído
el lebrel, enardecido
la hirviente sangre olfatea
y se revuelve y rastrea
y rompe en lúgubre aullido.

Don Juan se detiene adusto
el asombro en el se pinta
y la espada, en sangre tinta,
cae de su puño robusto.
los ojos vuelve con susto
horror se inspira a si mismo
y cercano al paroxismo
se retuerce y desespera
como si rodando fuera
hacia el fondo de un abismo.

Tierra, mar y firmamento
cuanto huella y cuanto mira
todo en torno suyo gira
en rápido movimiento
llenase su pensamiento
de mortal incertidumbre
y la inmensa muchedumbre
de visiones que le asalta
ondula, bulle, resalta
entre círculos de lumbre

Su razón se turba, un velo
de sangre nubla sus ojos
y cubren vapores rojos
el mar, la tierra y el cielo
Con desesperado anhelo
lanza un grito de agonía
y huye como res bravía
cuando de pronto a su oído
llega el ardiente ladrido
de la furiosa jauría.

Corre, corre, y corre en vano
porque cuando mas avanza
mar cerca a mirar alcanza
el cadáver de su hermano.
No encuentra término al llano
y mira con ansia crüel
los ojos del nuevo Abel
de eterna sombra cubiertos
siempre fijos, siempre abiertos
siempre clavados en él.

Nunca el torpe matador
de su víctima se aleja
y el miedo ver no le deja
que va de ella en derredor
Al fin recoge el traidor
de sus maldades el fruto
que a veces Dios en tributo
a su justicia ofendida
todo el dolor de una vida
reconcentra en un minuto.

Precipitase sin tino
y aumentando sus temores
los espectros vengadores
le acosan en su camino
Gira como un remolino
sin detenerse jamas
y va ciego y cuanto más
huye, ve mas espantado
el cadáver siempre al lado
y el lebrel, siempre detrás.

Su ronda desesperada
sigue con bronco resuello
puesto de punta el cabello
y atónita la mirada
en su fuga acelerada
apenas el suelo toca
y cuando mas en su loca
carrera el triste se ofusca
mas le estrecha, mas le busca
mas el muerto le provoca

Nada su pavor mitiga
y su marcha abrumadora
se prolonga hora tras hora
sin ceder a la fatiga
Su propio crimen le hostiga
con creciente frenesí
hasta que fuera de sí
crispado, lívido, yerto
se desploma junto al muerto
gritando -Infeliz de mi!!!

Cuando su manto repliega
la triste noche sombría
tres muertos alumbra el día
en la solitaria vega.
Don Luis, que en sangre se anega
y yace en tranquilo sueño:
Don Juan, cuyo torvo ceño
muestra su angustia final
y el lebrel, noble y leal
tendido a los pies del dueño.

Conciencia nunca dormida
mudo y pertinaz testigo
que no dejas sin castigo
ningún crimen en la vida
La ley calla, el mundo olvida
mas, quien sacude tu yugo?
Al Sumo Hacedor le plugo
que a solas con el pecado
fueses tu para el culpado
Delator, Juez, y Verdugo.

 

 


RECUERDOS

I
¡Tantas esperanzas muertas
y tantos recuerdos vivos!...
en el corazón humano
jamás se forma el vacío.
Nace una ilusión y muere;
pero su cadáver mismo
queda insepulto en el alma
y siempre en la mente fijo.
¡Ay! por eso yo que os llevo
ha tantos años conmigo,
esperanzas engañosas
que me halagásteis de niño;
hoy que bajo el grave peso
de vuestro cadáver gimo,
¡infeliz de mí! quisiera
que nunca hubiérais nacido.

II
¿Te acuerdas? Al pie de un árbol,
en el jardín de tu casa,
el dulce y maduro fruto
ibas cogiendo en la falda.
Turbando nuestra alegría
crujió de pronto la rama,
diste un grito, y desplomado
caí sin voz a tus plantas.
No vi más; pero entre sueños
me pareció que escuchaba
desconsolados gemidos,
tiernas y amantes palabras.
Y cuando volví a la vida,
en una sola mirada
se besaron nuestros ojos
y se unieron nuestras almas.

III
¿Te acuerdas? Seis años hace
cuando por la vez primera
eterno amor nos juramos
y fidelidad eterna.
¡Cuán venturosas corrieron
las horas! ¡ay! ¡y cuán prestas!
un deseo, una esperanza
fué nuestra dulce existencia.
Turbóse un día el encanto
de aquella pasión inmensa,
y el viento de la fortuna
llevome a lejanas tierras.
Colgándote de mi cuello,
en llanto amargo deshecha,
vuelve, -me dijiste- vuelve;
que mi corazón te llevas.-
Volví... ¡Ya estabas casada!
y un ángel de rubias hebras
en tu regazo dormía
el sueño de la inocencia.
Posé, temblando, mis labios
en su faz blanca y risueña,
y al mirarte, vi que estabas
pálida como una muerta.

IV
Después... Aturdido, ciego,
cuando me hirió el desengaño,
en tus queridas memorias
quise vengar mis agravios.
Busqué frenético el rizo
de tus cabellos castaños,
que en la postrer despedida
me diste, Inés, sollozando.
-Muera, dije- este recuerdo
de aquel corazón ingrato,
y arrastre el viento en cenizas
la inútil prenda que guardo.-
Miréla suspenso y mudo,
hasta que ahogándome el llanto,
en vez de arrojarla al fuego
la llevé ¡loco! a mis labios.
¡Ay! quiera Dios que no veas
preso en amorosos lazos,
al hijo de tus entrañas
llorar, como estoy llorando.

V
¿Te acuerdas? Cuando en los días
de mi secreto infortunio
dudaba yo de mí mismo,
pobre, olvidado y oscuro;
enjugando compasiva
mi llanto abundante y mudo,
-no desmayes, me dijiste,
que el porvenir será tuyo.
Yo compartiré contigo
lauros, honores y triunfos,
y a la sombra de tu fama
nuestro amor llenará el mundo.-
Hoy rompe a veces mi nombre
la indiferencia del vulgo,
y a veces también su aplauso
trémulo y turbado escucho.
Pero como estás muy lejos
y en vano te llamo y busco,
paréceme que resuena
en el hueco de un sepulcro.


EL REO DE MUERTE

¡Oh, vedle, vedle! ¿Turbia y ardiente la mirada,
en brazos de su culpa que le acrimina austera,
tan lejos y tan cerca de la insondable nada,
del mundo que le arroja, del polvo que le espera!...
¡Luchando con extrañas y horribles agonías
que traen ante sus ojos en rápida carrera
sus inocentes horas, sus conturbados días,
el cuadro pavoroso de su existencia entera!

Ayer, aunque entre sombras, el porvenir incierto
brindábale ilusiones de amor y de ventura,
y hoy, asomado al borde de su sepulcro abierto,
contempla horripilado la eternidad oscura.
La muerte, que le acosa con misterioso grito,
despierta los terrores de su conciencia impura:
quiere llamar, y apaga sus voces el delito,
quiere huir, y le asalta la hambrienta sepultura.

¡Ay, si recuerda entonces el dulce hogar sereno
donde pasó ignorada su infancia soñadora,
la amante y pobre madre que le llevó en su seno,
único ser acaso que le disculpa y llora!
¡Ay triste de él si al lado del hondo precipicio
su amparo no le presta la fe consoladora;
la fe que se levanta potente en el suplicio
y da sus alas de ángel al alma pecadora!

¡Miradle! Cada paso que hacia el cadalso avanza
de su agitada vida los horizontes cierra:
apágase en sus ojos la luz de la esperanza
y el peso de la muerte fatídico le aterra.
¡Ay, ten valor! Si un día de imprevisión y dolo
te puso con los hombres y con la ley en guerra,
mañana entre los muertos abandonado y solo
en su profundo olvido te envolverá la tierra.

Aparta tu mirada terrífica y sombría
de esa apiñada turba que bulle en el camino
para gozar del triste placer de tu agonía
y presenciar el término de tu fatal destino.
¡Oh! no la empuja sólo su imbécil sentimiento
hacia el cadalso infame que espera al asesino.
¡Hasta la cumbre misma del Gólgota sangriento
siguió también los pasos del Redentor divino!


CREPÚSCULO

El sol tocaba en su ocaso,
y la luz tibia y dudosa
del crepúsculo envolvía
la naturaleza toda.
Los dos estábamos solos,
mudos de amor y zozobra,
con las manos enlazadas,
trémulas y abrasadoras,
contemplando cómo el valle,
el mar y apacible costa,
lentamente iban perdiendo
color, trasparencia y forma.
A medida que la noche
adelantaba medrosa,
nuestra tristeza se hacía
más invencible y más honda.
Hasta que al fin, no sé cómo
yo trastornado, tú loca,
estalló en ardiente beso
nuestra pasión silenciosa.
¡Ay! al volver suspirando
de aquel éxtasis de gloria,
¿qué vimos? Sombra en el cielo
y en nuestra conciencia sombra.


¡AMOR!

¡Oh eterno amor, que en tu inmortal carrera,
das a los seres vida y movimiento,
con qué entusiasta admiración te siento,
aunque invisible, palpitar doquiera!
Esclava tuya la creación entera,
se estremece y anima con tu aliento,
y es tu grandeza tal, que el pensamiento
te proclamara Dios, si Dios no hubiera.
Los impalpables átomos combinas
con tu soplo magnético y profundo:
tú creas, tú trasformas, tú iluminas,
y en el cielo infinito, en el profundo
mar, en la tierra atónito dominas,
¡amor, eterno amor, alma del mundo!


MISERERE

Es de noche: el monasterio
que alzó Felipe Segundo
para admiración del mundo
y ostentación de su imperio,
yace envuelto en el misterio
y en las tinieblas sumido.
De nuestro poder, ya hundido,
último resto glorioso,
parece que está el coloso
al pie del monte, rendido.

El viento del Guadarrama
deja sus antros oscuros,
y estrellándose en los muros
del templo, se agita y brama.
Fugaz y rojiza llama
surca el ancho firmamento,
y a veces, como un lamento,
resuena el lúgubre son
con que llama a la oración
la campana del convento.

La iglesia, triste y sombría,
en honda calma reposa,
tan helada y silenciosa
como una tumba vacía.
Colgada lámpara envía
su incierta luz a lo lejos,
y a sus trémulos reflejos
llegan, huyen, se levantan
esas mil sombras que espantan
a los niños y a los viejos.

De pronto, claro y distinto
la regia cripta conmueve
ruido extraño, que aunque leve,
llena el mortuorio recinto.
Es que el César Carlos Quinto,
con mano firme y segura
entreabre su sepultura,
y haciendo una horrible mueca,
su faz carcomida y seca
asoma por la hendidura.

Golpea su descarnada
frente con tenaz empeño,
como quien sale de un sueño
sin acordarse de nada.
Recorre con su mirada
aquel lugar solitario,
alza el mármol funerario,
y arrebatado y resuelto
salta del sepulcro, envuelto
en su andrajoso sudario.

-¡Hola! -grita en son de guerra
con aquella voz concisa,
que oyó en el siglo, sumisa
y amedrentada la tierra.
-¡Volcad la losa que os cierra!
Vástagos de imperial rama,
varones que honrais la fama,
antiguas y excelsas glorias,
de vuestras urnas mortuorias
salid, que el César os llama.

Contestando a estos conjuros,
un clamor confuso y hondo
parece brotar del fondo
de aquellos mármoles duros.
Surgen vapores impuros
de los sepulcros ya abiertos:
la serie de reyes muertos
después a salir empieza,
y es de notar la tristeza,
el gesto despavorido
de los que han envilecido
la corona en su cabeza.

Grave, solemne, pausado,
se alza Felipe Segundo,
en su lucha con el mundo
vencido, mas no domado.
Su hijo se despierta al lado,
y detrás del rey devoto,
aquel que humillado y roto
vio desmoronarse a España,
cual granítica montaña,
a impulsos del terremoto.

Luego el monarca enfermizo,
de infausta y negra memoria,
en cuya Edad, nuestra gloria
como nieve se deshizo.
Bajo el poder de su hechizo
se estremece todavía.
¡Ay qué terrible armonía,
qué oscuro enlace se nota
entre aquel mísero idiota
y su exhausta monarquía!

Con terrífica sorpresa
y en silencioso concierto
todos los reyes que han muerto
van saliendo de su huesa.
La ya apagada pavesa
cobra los vitales bríos
y se aglomeran sombríos
aquellos yertos despojos,
aquellas cuencas sin ojos,
aquellos cráneos vacíos.

De los monarcas en pos,
respondiendo al llamamiento,
cual si llegara el momento
del santo juicio de Dios,
acuden de dos en dos
por claustros y corredores,
príncipes, grandes señores,
prelados, frailes, guerreros,
favoritos, consejeros,
teólogos e inquisidores.

¡Qué es mirar como serpea
por su semblante amarillo
el fosforescente brillo
que la podredumbre crea!
¡Qué espíritu no flaquea
con mil terrores secretos,
viendo aquellos esqueletos,
que ante el César, que los nombra,
se deslizan por la sombra
mudos, absortos, inquietos!

¡Cuántas altas potestades,
cuántas grandezas pasadas, 
cuántas invictas espadas,
cuántas firmes voluntades
en aquellas soledades
muestran sus restos livianos!
¡Cuántos cráneos soberanos,
que el genio habitara en vida,
convertidos en guarida
de miserables gusanos!

Desde el triste panteón
en que se agolpa y hacina,
hacia el templo se encamina
la fúnebre procesión.
Marcha con pausado son
tras del rey que la congrega,
y cuando a la iglesia llega,
inunda la altiva nave
un resplandor tibio y suave,
que ni deslumbra ni ciega.

Guardando el regio decoro,
como en los siglos pasados,
reyes, príncipes, prelados
toman asiento en el coro.
Después en tropel sonoro
por el templo se derrama,
rindiendo culto a la fama
con que llena las historias,
aquel haz de muertas glorias,
que el César convoca y llama.

Por mandato soberano
de Carlos, que el cetro ostenta
llega al órgano y se sienta
un viejo esqueleto humano.
La seca y huesosa mano
en el gran teclado imprime,
y la música sublime
que a inmensos raudales brota,
parece que en cada nota
reza y llora, canta y gime.

Uniendo al acorde santo
su voz, los muertos despojos
caen ante el ara de hinojos
y a Dios elevan su canto.
Honda expresión del quebranto,
aquel eco de la tumba
crece, se dilata, zumba,
y al paso que va creciendo
resuena con el estruendo
de un mundo que se derrumba:

«Fuimos las ondas de un río
»caudaloso y desbordado.
»Hoy la fuente se ha secado,
»hoy el cauce está vacío.
»Ya ¡oh Dios! nuestro poderío
»se extingue, se apaga y muere.
»¡Miserere!

»¡Maldito, maldito sea
»aquel portentoso invento
»que dió vida al pensamiento
»y alas de luz a la idea!
»El verbo animado ondea
»y como el rayo nos hiere.
»¡Miserere!

»¡Maldito el hilo fecundo
»que a los pueblos eslabona,
»y busca, y cuenta, y pregona
»las pulsaciones del mundo!
»Ya en el silencio profundo
»ninguna injusticia muere.
»¡Miserere!

»Ya no vive cada raza
»en solitario destierro,
»ya con vínculo de hierro
»la humana especie se enlaza.
»Ya el aislamiento rechaza,
»ya la libertad prefiere.
»¡Miserere!

»Rígido y brutal azote
»con desacordado empuje
»sobre las espaldas cruje
»del rey y del sacerdote.
»Ya nada existe que embote
»el golpe ¡oh Dios! que nos hiere.
»¡Miserere!

»Mas ¡ay! que en su audacia loca,
»también el orgullo humano
»pone en los cielos su mano
»y a ti, Señor, te provoca.
»Mientras blasfeme su boca,
»ni paz ni ventura espere.
»¡Miserere!

»No en la tormenta enemiga:
»no en el insondable abismo:
»el mundo lleva en sí mismo
»el rayo que le castiga.
»Sin compasión ni fatiga
»hoy nos mata; pero muere.
»¡Miserere!

»Grande y caudaloso río,
»que corres precipitado
»ve que el nuestro se ha secado
»y tiene el cauce vacío.
»¡No prevalezca el impío,
»ni la iniquidad prospere!
»¡Miserere!»

Súbito, con sordo ruido
cruje el órgano y estalla,
la luz se amortigua, y calla
el concurso dolorido.
Al disiparse el sonido
del grave y solemne canto
llega a su colmo el espanto
de las mudas calaveras,
y de sus órbitas hueras
desciende abundoso llanto.

A medida que decrece
la luz misteriosa y vaga,
todo murmullo se apaga
y el cuadro se desvanece.
Con el alba que aparece
el cortejo se evapora,
y mientras la blanca aurora
esparce su lumbre escasa,
a lo lejos silba y pasa
la rauda locomotora.


PROBLEMA
Ciego, ¿es la tierra el centro de las almas?

Quiero, dejando hipótesis a un lado,
una duda exponer, y es la siguiente:
-¿Por qué cruza la tierra el inocente,
de espinas o de sombras coronado?
¿Por qué feliz y próspero, el malvado
alza orgulloso la atrevida frente?
¿Por qué Dios, que es el bien, mira y consiente
el eterno dominio del pecado?
¿Por qué, desde Caín, la humana raza,
sometida al dolor, con sangre traza
la historia de sus luchas giganteas?
Y si es ficción la gloria prometida,
si aquí empieza y acaba nuestra vida,
¿por qué, implacable Dios, por qué nos creas?


TRISTEZAS

Cuando recuerdo la piedad sincera
con que en mi edad primera
entraba en nuestra viejas catedrales,
donde postrado ante la cruz de hinojos
alzaba a Dios mis ojos
soñando en las venturas celestiales;

hoy que mi frente atónito golpeo,
y con febril deseo
busco los restos de mi fe perdida,
por hallarla otra vez, radiante y bella
como en la edad aquella,
¡desgraciado de mí! diera la vida.

¡Con qué profundo amor, niño inocente,
prosternaba mi frente
en las losas del templo sacrosanto!
Llenábase mi joven fantasía
de luz, de poesía,
de mudo asombro, de terrible espanto.

Aquellas altas bóvedas que al cielo
levantaban mi anhelo;
aquella majestad solemne y grave;
aquel pausado canto, parecido
a un doliente gemido,
que retumbaba en la espaciosa nave;

las marmóreas y austeras esculturas
de antiguas sepulturas,
aspiración del arte a lo infinito;
la luz que por los vidrios de colores
sus tibios resplandores
quebraba en los pilares de granito;

haces de donde en curva fugitiva
para formar la ojiva
cada ramal subiendo se separa,
cual del rumor de multitud que ruega,
cuando a los cielos llega,
surge cada oración distinta y clara;

en el gótico altar inmoble y fijo
el santo Crucifijo,
que extiende sin vigor sus brazos yertos,
siempre en la sorda lucha, de la vida,
tan áspera y reñida,
para el dolor y la humildad abiertos;

el místico clamor de la campana
que sobre el alma humana
de las caladas torres se despeña,
y anuncia y lleva en sus aladas notas
mil promesas ignotas
al triste corazón que sufre o sueña;

todo elevaba mi ánimo intranquilo
a más sereno asilo:
religión, arte, soledad, misterio...
todo en el templo secular hacía
vibrar el alma mía
como vibran las cuerdas de un salterio.

Y a esta voz interior que sólo entiende
quien crédulo se enciende
en fervoroso y celestial cariño,
envuelta en sus flotantes vestiduras
volaba a las alturas,
virgen sin mancha, mi oración de niño.

Su rauda, viva y luminosa huella
como fugaz centella
traspasaba el espacio, y ante el puro
resplandor de sus alas de querube,
rasgábase la nube
que me ocultaba el inmortal seguro.

¡Oh anhelo de esta vida transitoria!
¡Oh perdurable gloria!
¡Oh sed inextinguible del deseo!
¡Oh cielo, que antes para mí tenías
fulgores y armonías,
y hoy tan oscuro y desolado veo!

Ya no templas mis íntimos pesares,
ya al pie de tus altares
como en mis años de candor no acudo.
Para llegar a ti perdí el camino,
y errante peregrino
entre tinieblas desespero y dudo.

Voy espantado sin saber por dónde;
grito, y nadie responde
a mi angustiada voz; alzo los ojos
y a penetrar la lobreguez no alcanzo;
medrosamente avanzo,
y me hieren el alma los abrojos.

Hijo del siglo, en vano me resisto
a su impiedad, ¡oh Cristo!
Su grandeza satánica me oprime.
Siglo de maravillas y de asombros,
levanta sobre escombros
un Dios sin esperanza, un Dios que gime,

¡y ese Dios no eres tú! No tu serena
faz, de consuelos llena,
alumbra y guía nuestro incierto paso.
Es otro Dios incógnito y sombrío:
su cielo es el vacío,
sacerdote el Error, ley el Acaso.

[....................................]
un siglo más inmenso,
más rebelde a tu voz, más atrevido;
entre nubes de fuego alza su frente,
como Luzbel, potente;
pero también como Luzbel, caído.

A medida que marcha y que investiga,
es mayor su fatiga,
es su noche más honda y más oscura,
y pasma, al ver lo que padece y sabe,
cómo en su seno cabe
tanta grandeza y tanta desventura.

Como la nave sin timón y rota,
que el ronco mar azota,
incendia el rayo y la borrasca mece
en piélago ignorado y proceloso,
nuestro siglo-coloso
con la luz que le abrasa, resplandece.

¡Y está la playa mística tan lejos!...
a los tristes reflejos
del sol poniente se colora y brilla.
El huracán arrecia, el bajel arde,
y es tarde, es ¡ay! muy tarde
para alcanzar la sosegada orilla.

¿Qué es la ciencia sin fe? Corcel sin freno,
a todo yugo ajeno,
que al impulso del vértigo se entrega,
y al través de intrincadas espesuras,
desbocado y a oscuras
avanza sin cesar y nunca llega.

¡Llegar! ¿Adónde?... El pensamiento humano
en vano lucha; en vano
su ley oculta y misteriosa infringe.
En la lumbre del sol sus alas quema,
y no aclara el problema,
ni penetra el enigma de la Esfinge.

¡Sálvanos, Cristo, sálvanos, si es cierto
que tu poder no ha muerto!
Salva a esta sociedad desventurada,
que bajo el peso de su orgullo mismo
rueda al profundo abismo,
acaso más enferma que culpada.

La ciencia audaz, cuando de ti se aleja,
en nuestras almas deja1
el germen de recónditos dolores,
como al tender el vuelo hacia la altura,
deja su larva impura
el insecto en el cáliz de las flores.

Si en esta confusión honda y sombría
es, Señor, todavía
raudal de vida tu palabra santa,
dí a nuestra fe desalentada, incierta:
-¡Anímate y despierta!
como dijiste a Lázaro: -¡Levanta!


IDILIO
(Fragmento)

XXXI
Desde el alba hasta el término del día
ya nadie nos veía
vagar sin rumbo en fraternal concierto.
Ya no andábamos juntos, ni ya unidos
buscábamos los nidos,
en los frondosos árboles del huerto.

XXXII
Ya no me acompañaba, y yo, alterado,
pasaba por su lado,
tranquilo en la apariencia y satisfecho.
Era oponer la indiferencia al dolo;
mas al quedarme solo
se me saltaba el corazón del pecho.

XXXIII
Entonces ¡ay de mí! pensando en ella
dirigía mi huella
hacia las ruinas del feudal castillo,
que sobre estéril y ondulada mota
alza su frente rota
sin almenas, sin puente ni rastrillo.

XXXIV
Elévase fantástica y disforme
aquella mole enorme
que muestra de los siglos el estrago:
crece en las hendiduras de la piedra
la trepadora hiedra
y al pie del muro el triste jaramago.

XXXV
Solo las bulliciosas golondrinas
turban de aquellas ruinas
la paz solemne con sesgado vuelo,
y alguna alondra al ascender inquieta
símbolo del poeta,
que cuando canta se remonta al cielo.

XXXVI
En muda calma y soledad medrosa
parece que reposa
aquel gigante por la edad rendido.
Hasta un arroyo que a sus plantas corre,
y la vetusta torre
proyecta en su cristal, pasa sin ruido.

XXXVII
Para vencer mi insoportable tedio,
y hallar algún remedio
a mis ansias prolijas y secretas,
con brazo vigoroso y pie seguro
subía por el muro,
buscando apoyo en sus profundas grietas.

XXXVIII
Ágil, robusto, dueño de mí mismo,
al través del abismo
alzábame hasta el fin, no sin trabajo,
para ver en confusa perspectiva
la inmensidad arriba,
y la tristeza del silencio abajo.

XXXIX
Las aves que en la torre se acogían
al acercarme huían,
y solo con mis penas en la altura,
de codos en el ancho parapeto,
miraba con respeto
el cielo azul y la feraz llanura.

XL
¡Cuántas veces mi espíritu errabundo
apartado del mundo
en aquel torreón del homenaje,
con íntima y tenaz melancolía
se engolfaba y hundía
en la infinita calma del paisaje!

XLI
Ni aislada roca, ni escarpado monte
del diáfano horizonte
el indeciso término cortaban:
por todas partes se extendía el llano
hasta el confín lejano
en que el cielo y la tierra se abrazaban.

XLII
¡Oh tierra en que nací noble y sencilla!
¡Oh campos de Castilla
donde corrió mi infancia! ¡Aire sereno!
¡Fecundadora luz! ¡Pobre cultivo!...
¡Con qué placer tan vivo
se espaciaba mi vista en vuestro seno!

XLIII
Cual dilatado mar, la mies dorada
a trechos esmaltada
de ya escasas y mustias amapolas,
cediendo al soplo halagador del viento
acompasado y lento,
a los rayos del sol mueve sus olas.

XLIV
Cuadrilla de atezados segadores,
sufriendo los rigores
del sol canicular, el trigo abate,
que cae agavillado en los inciertos
surcos como los muertos
en el revuelto campo de combate.

XLV
Corta y cambia de pronto la campiña
alguna hojosa viña
que en las umbrías y laderas crece,
y entre las ondas de la mies madura,
cual isla de verdura,
con sus varios matices resplandece.

XLVI
Serpean y se enlazan por los prados,
barbechos y sembrados,
los arroyos, las lindes y caminos,
y donde apenas la mirada alcanza,
cierran la lontananza
espesos bosques de perennes pinos.

XLVII
Por angostos atajos y veredas,
los carros de anchas ruedas
pesadamente y sin cesar transitan,
y sentados encima de los haces
rapazas y rapaces
con incansable ardor cantan o gritan.

XLVIII
Lleno de majestad y de reposo
el Duero caudaloso
al través de los campos se dilata:
refleja en su corriente el sol de estío,
y el sosegado río
cinta parece de bruñida plata

XLIX
Ya oculta de improviso una alameda
su marcha mansa y leda;
ya le obstruye la presa de un molino,
y como potro a quien el freno exalta,
párase, el dique salta
y sigue apresurado su camino.

L
En las tendidas vegas y en las lomas,
cual nidos de palomas,
se agrupan en desorden las aldeas,
y en la atmósfera azul pura y tranquila
ligeramente oscila
el humo de las negras chimeneas.

LI
En las cercanas eras reina el gozo.
Con íntimo alborozo
contempla el dueño la creciente hacina,
y mientras un zagal apura el jarro
otro descarga el carro
que bajo el peso de la mies rechina.

LII
Otro en el trillo de aguzadas puntas,
que poderosas yuntas
mueven en rueda, con afán trabaja,
y cual premio debido a su fatiga
desgránase la espiga,
y salta rota la reseca paja.

INTRODUCCIÓN

¡Los tiempos son de 
lucha! ¿Quién concibe
el ocio muelle en nuestra edad inquieta?
En medio de la lid canta el poeta,
el tribuno perora, el sabio escribe.
Nadie el golpe que da ni el que recibe
siente, a medida que el peligro aprieta;
desplómase vencido el fuerte atleta
y otro al recio combate se apercibe.
La ciega multitud se precipita,
invade el campo, avanza alborotada
con el sordo rumor de la marea.
Y son en el furor que nos agita,
trueno y rayo la voz; el arte, espada;
la ciencia, ariete; tempestad la idea.


LA GUERRA

Por razones que se calla
la historia prudentemente,
dos monarcas de Occidente
riñeron fiera batalla.
La causa del rompimiento
no está, en verdad, a mi alcance,
ni hace falta para el lance
que referiros intento.
Sobre el campo del honor
cubierto de sangre y gloria,
donde alcanzó la victoria
más la astucia que el valor;
dos discípulos de Marte,
que airados se acometieron
y juntamente cayeron
pasados de parte a parte;
sumergidos en el lodo,
mientras que llegaba el cura
para darles sepultura,
platicaban de este modo:

SOLDADO PRIMERO
-¡Hola, compadre! ¿Qué tal
te ha parecido el asunto?

SOLDADO SEGUNDO
Puesto que me ves difunto
debe parecerme mal.

SOLDADO PRIMERO
Pues ha sido divertida
la función: mira a tu lado.
Lo menos hemos quedado
doce mil héroes sin vida.
Y en esto me quedo corto,
que me enfadan los extremos.

SOLDADO SEGUNDO
¡Con qué habilidad nos hemos
destrozado! Estoy absorto.
Ha habido alarmas y sustos
y muertes y atrocidades
para todas las edades
y para todos los gustos.

SOLDADO PRIMERO
Mas yo quisiera saber
por qué con tanto denuedo
nos matamos...

SOLDADO SEGUNDO
¡Ay! No puedo
tu duda satisfacer.
Para entrar en esta danza
tuve que dejar mi oficio.
Sé que aprendí el ejercicio,
sé que estudié la Ordenanza.
Sé que en compañía de esos
que están mordiendo la tierra,
me trajeron a la guerra
y me moliste los huesos.
Y, en fin, francamente hablando,
puedo decirte al oído,
que he muerto como he nacido;
sin saber por qué ni cuándo.

SOLDADO PRIMERO
De tu explicación me huelgo,
Porque mi vida retrata.

En esto, alzando la pata
un moribundo jamelgo,
-¡Gracias, dioses inmortales!
-dijo con voz lastimera,-
Pues de la misma manera
morimos los animales.

Cuando pasó la impresión
de tan extraño incidente,
así anudó el más valiente
la rota conversación.

SOLDADO PRIMERO
Aunque ignoramos la ley
que produjo esta querella,
¡juro a Dios vivo! que en ella
lleva la razón mi rey.

SOLDADO SEGUNDO
¿Y por qué?

SOLDADO PRIMERO
Porque es el mío.

SOLDADO SEGUNDO
¡Qué salida de pavana!
La justicia es de quien gana.

SOLDADO PRIMERO
De tu ignorancia me río.
¡Pues cuántos que han hecho eternos
sus nombres con la victoria,
no han ido a gozar la gloria
de su triunfo a los infiernos!

SOLDADO SEGUNDO
Considera lo que dices,
porque estoy ardiendo en ira.

SOLDADO PRIMERO
¡No me alces el gallo!...

SOLDADO SEGUNDO
Mira que te rompo las narices.-
Y fieros y cejijuntos
a combatir empezaron
de nuevo... ¡Y no se mataron,
porque ya estaban difuntos!
Diéronse golpes crueles,
hasta que hueca y ufana
llegó la Locura humana,
sonando sus cascabeles.
Puso paz entre los dos
y dijo con desenfado:
-«¿Qué es esto? ¿Habéis olvidado
que sois imagen de Dios?
Tal vez la inmortalidad
con justo título esperen
los que por la Patria mueren,
por Dios, por la libertad.
Pero que el hombre sucumba
en conquistadora guerra,
cuando siete pies de tierra
le bastan para su tumba;
o que en lucha fratricida
entre, sin saber quizá
ni por qué la muerte da,
ni por qué pierde la vida;
esto mi paciencia apura,
y cuantas veces lo veo,
aunque soy Locura, creo
que es demasiada locura.»

Poesías
Núñez de Arce, Gaspar 



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