Poemas de el gran poeta:
José Martínez Monroy


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Índice:

Poesías
José Martínez Monroy

 EL CIELO

Dijo Dios: «La gloria santa,
que en mi derredor se agita,
quiere una alfombra infinita
donde reposar su planta.»
 
Y dijo el mundo: «Ambiciono
que, colgado en el espacio,
tenga un techo mi palacio,
y tenga un dosel mi trono.»
 
Los ángeles esto oyeron,
y, al pie de su excelso coro,
con sus cabellos de oro
inmensa gasa tejieron;
 
y, llenándola de rojos
y de blancos resplandores,
pusieron en sus colores
todo el azul de sus ojos;
 
y luego con ricas galas
allí las nubes bordaron,
y en las nubes derramaron
todo el nácar de sus alas;
 
y en la bóveda azulada
pusieron sus leves huellas,
y en la luz de las estrellas
los rayos de su mirada;
 
la gasa flotó al azar,
y el sol y la luna fueron
los florones que prendieron
su ondulación al flotar;
 
y, en fin, con el ancho velo,
que en la extensión se perdía,
los ángeles aquel día
dejaron formado el cielo,
 
y lo extendieron en pos
por los ámbitos profundos,
para dosel de los mundos
y para alfombra de Dios.
 
 
 
¡A SIRIA!
Canto del griego

Mirad. El sol
que se eleva
de los mares del Oriente
lleva impresas en la frente
manchas de sangre. Mirad.
Y entre los pliegues del viento
rueda el eco comprimido
de un gigantesco gemido
que murmura: «¡Libertad!»
 
¡Al Oriente! Ya mi espada
quiero blandir, ya sacudo
el polvo del viejo escudo:
venid, naciones, en pos;
que allí se derrumba un pueblo,
cuya oscilante cabeza
con inmutable fijeza
señala el dedo de Dios.
 
Pueblo, que dormido canta,
atado a sus tradiciones
con dorados eslabones
de molicie y de placer;
torvo cadáver, que arrastra
por los mundos del olvido
un sudario, guarnecido
con los recuerdos de ayer.
 
Él posó sobre el sepulcro
de Cristo su planta osada,
rompiendo la noble espada
de nuestros padres al pie;
él fabricó mis cadenas,
él atravesó los mares,
para violar mis hogares,
mi libertad y mi fe.
 
Mas él mirará temblando
que al nacer el nuevo día,
la cruz en Santa Sofía
mis hijos elevarán;
y buscará en el desierto
con los ojos espantados
los restos desparramados
de las hojas del Korán.
 
Ayer a ese pueblo altivo
retó mi ardiente impaciencia,
y un girón de independencia
de sus manos arrancó:
y hoy contemplo que sepulta
a mis hermanos sangrientos,
bajo los rotos fragmentos
del pacto que ayer firmó.
 
¡Oh mengua! Caballo, avanza,
a vengar nuestro quebranto;
el polvo del Asia es santo,
y quiero aspirarlo ya.
Cruja el aire en la bandera:
avanza, caballo, avanza;
que hasta el hierro de mi lanza
ardiendo en rubor está.
 
Quiero besar las montañas
que mis abuelos pisaron;
los templos que ellos alzaron
de hinojos saludaré;
y entre sus pardas rüinas
resonará mi plegaria,
y a su sombra solitaria
de mi afán descansaré.
 
Sangriento el Líbano arde
al fuego del torpe crimen,
las ásperas selvas gimen
al eco de la impiedad:
para lavar esa sangre,
para apagar ese infierno,
es necesario un eterno
diluvio de libertad.
 
Hoy, al fin, de la justicia
resuena la voz tremenda:
¡ay del pueblo que no atienda
la señal de la expiación!
¡A la Siria! Ven, Europa;
que esas razas han dejado
escritos en tu pasado
muchos siglos de baldón.
 
Y aún infesta nuestros lindes
su enorme cadáver yerto:
arrastrémosle al desierto,
y desde el desierto al mar
no más tregua; que si el hombre
ha de cumplir su destino,
debe en su largo camino,
lidiar y siempre lidiar.
 
Alzad, naciones: la hora
que tanto esperó mi anhelo,
ha sonado ya en el cielo:
Dios me llama, Dios me ve.
Mañana estaré en el Asia,
y, con la voz poderosa
de nuestro siglo, a la losa
de su tumba llamaré:
 
«¿Soñasteis, razas de Oriente,
encadenar la conciencia?
Libertad a mi creencia,
y a la vuestra libertad;
luchemos, y que mañana
derrame sus resplandores
sobre un desierto de errores
la estatua de la verdad.»
 
Y, si caigo, habré acatado
la voz de la patria mía.
¿Perecerán algún día
mi justicia y mi virtud?
¿Acaso no habrá un poeta
que cante al mundo mi historia?
¡Qué importa! El sol de la gloria
coronará mi ataúd.
 
 
 
LOS DOS ROMEROS
Traducción del catalán

Camino de la
Fuensanta
los dos desposados van
a hacer decir una misa
en aquel sagrado altar.
Suben y suben con pena;
mas suben sin descansar;
que ya la aurora, de plata
bordando el Oriente está.
Vestidos van de romeros,
que fue promesa formal,
si la Virgen con un hijo
premiaba el paterno afán
embarazada va ella,
y de muchos meses ya;
mas no sabe a punto fijo
cuándo ni qué parirá.
Y quiere ver a la Virgen,
quiere a sus plantas rezar,
quiere aprender en sus ojos
la suerte y felicidad
de aquello que en sus entrañas
está oyendo palpitar.
Y suben, suben con pena;
mas suben sin descansar:
la romera va descalza,
descalzo el romero va.
Llevan rosarios benditos
con las cuentas de coral
al cuello, y en cada mano
un encendido cirial:
la romera va delante,
y el romero va detrás,
el alma puesta en el cielo,
la fe grabada en la faz.
Y suben, suben con pena;
mas suben sin descansar.
Vuelven por fin una cuesta
que sobre la vega da,
y ven que, allí, rodeada
de trémula claridad,
en carne y forma mortales
la hermosa Virgen está.
«Santa Virgen, santa Virgen,
rica fuente de bondad,
decid: ¿será niña o niño
lo que de mí nacerá?
Y si es niño, ¿será cura,
mercader o capitán?
¿Será noble, será obispo,
será duque o cardenal?
-No será, dijo la Virgen,
ni cura, ni capitán,
ni noble, ni mercader,
ni duque, ni cardenal;
será un ángel de los cielos,
que a mi lado cantará.»
 
Y es fama que la romera
parió un niño celestial,
que al nacer cerró los ojos,
partiendo a la eternidad.
 
 
 
CRUZANDO EL MEDITERRÁNEO

¡Hermosa noche!
por oriente asoma,
de bruma envuelta en anchurosa franja,
y cruzando sus velos en la altura,
do quiera tibia oscuridad derrama.
Huye la luz, bordando las esferas
con ricas orlas de colores varias,
y en los mares revueltos del ocaso
la refulgente cabellera baña.
Tenida en rayos de ilusión, desea
flotar ligera en la extensión el alma,
rasgar los tules y aspirar los gratos
frescos aromas que suspende el aura.
Tiembla la brisa de placer, meciendo
los blandos pliegues de ondulantes gasas;
partiendo sombras, las espesas nubes
el aire en cintas de arrebol desgarra,
y el cielo por encima de los orbes,
corona de diamantes, se destaca.
¡Hermosa noche! las estrellas brotan
cual copos de zafir, rosas de nácar,
que al perfumado ambiente de los cielos
sus pétalos de chispas abrillantan.
La luna, su fulgor pálido y triste
rompiendo, bellos tornasoles lanza,
florón do cuelgan los perdidos paños
que en la bóveda inmensa se desatan,
encantada azucena, sol de nieve,
globo de luz de rutilante plata,
águila de la noche, que tendiendo
allá en lo azul con majestad las alas
reposa sus miradas sobre el mundo;
que entre velos de lumbre pura y blanca,
y en los brazos mecida del espacio,
con sueño arrobador, muda descansa;
y sus rayos en hilos destilados
por el tenue vapor rielando pasan,
y mil plumas fantásticas dibujan
del mar tranquilo en las azules aguas.
El mar, undoso ceñidor celeste
que con sus lazos a la tierra abarca,
y colgada, en los cielos la suspende,
con un girón del firmamento atada;
el mar, la losa del sepulcro inmenso
que el cadáver del mundo encierra y guarda,
do sus copas altísimas cimbrean,
cual sauces de la muerte, las montañas;
el mar, que empaña su cristal bramando,
al aliento que el aire desparrama,
sepultando una ola en otra ola,
que se pierden gimiendo en sus entrañas,
cual del triste los míseros gemidos
se pierden en el mar de la esperanza.
Allá, extendida en la dudosa línea
que en el vasto horizonte se señala,
donde las ondas apacibles mueren,
donde se besan con amor las aguas,
cual tierno corazón que infunde vida
en el gigante mundo, late Italia.
Pedazo de la lumbre de la gloria
que las cenizas de la tierra inflama;
mentira hermosa, del Edén caída;
de una bella ilusión sagrada estatua,
que yace sepultada entre ilusiones;
lira doliente, melodiosa arpa,
que del cielo en la crespa cabellera
sus cuerdas de marfil y oro enredaba,
hasta tanto que al mundo desprendida,
osaron los tiranos desgarrarla,
para tejer con ella sus coronas,
para cubrir de su borrón la infamia.
Y hoy sus tonos armónicos anega
entre el llanto inmensísimo que abrasa
los senos de la mar, como los mártires
anegan sus quejidos entre lágrimas;
y hoy descansa en monótona agonía,
con laureles de espumas coronada,
blancas flores del campo de los mares,
que su perfume de murmullo exhalan;
y al aire da su llanto dolorido,
y al aura dice, si la besa el aura,
que pida al cielo libertad y vida,
¡ay! porque vida y libertad le faltan.

 
EL GENIO

Fulgente rayo
de la luz divina,
que de Dios en la mente soberana
los cielos ilumina,
hijo de la creación, nací potente
en su vasto palacio,
del mundo en la mañana,
crecí ensanchando el infinito espacio,
y levanté la inmarcesible frente,
augusta ya, sobre la estirpe humana.
Volé por el Edén; y conduciendo
las cintas de mi carro la fortuna,
lanceme audaz, rompiendo
las tinieblas del caos insondable,
y el Éter impalpable
en que flotando se meció mi cuna.
Inmensos mares de movibles gasas
en torno de mi solio refulgente
informes se agruparon;
polvo de estrellas anubló mi frente,
y los rayos del sol me deslumbraron.
Mas las alas batí, las negras masas
radiante separé; y adonde quiera
que mi afanosa vista descubría
otra luciente esfera,
allí volaba yo: crucé la altura;
brillando el cielo frente a mí veía,
el abismo a mis pies negro y profundo,
y allá, a lo lejos, oscilando, el mundo.
Yo vi al Eterno, con la esencia pura
de la edad que pasaba
pirámides de siglos amasando;
y en la cúspide yo, siempre yo estaba
sobre el tiempo de ayer mi trono alzando.
Y mi voz resonó en las cavidades
de las vastas alturas,
llamando sin cesar a las edades
presentes y futuras,
los siglos que vendrían...
Y en montón acudían,
ciñendo mi cabeza, a mi voz sola,
de indefinible y mágica aureola.
Vi las puertas del cielo
rodar sobre sus ejes de diamante
al sentirme pasar, y hollé, triunfante
en mi carrera el primoroso velo
de rosas y de flores,
que en mi color tiñeron sus colores:
con el rico tesoro
de mis hebras de oro,
su dulce lira fabricó el Parnaso;
el eco de mi voz fue la armonía,
y guirnaldas de nubes, a mi paso,
el coro de los ángeles tejía.
Y a los mundos bajé: vi las pasiones
y los vicios bullir, salir brotando
de mil generaciones
su fuego, en humo sin cesar tornando;
y en un punto radiante y luminoso,
que más que todos a mis pies brillaba,
vi un tropel de mortales, que afanoso,
con ciega y torpe y vacilante mano
entreabrir procuraba
de la ciencia el arcano,
de que tan sólo Dios tiene la llave,
y donde el hombre penetrar no sabe.
Vi los pueblos nacer; vi las ciudades
bordar de vida la desierta esfera,
y al soplo creador de las edades
elevarse fantásticas do quiera,
sus alas de color desenvolviendo,
y hacia mí sus palacios
y sus doradas cúpulas tendiendo.
Sobre un trono de perlas y topacios
vi también la virtud, célica y pura;
y miré con pavura
su manto de esplendor y poderío
deshecho por el hombre en mil girones
para ocultar el esqueleto frío
de las torpes y lánguidas pasiones.
Los pueblos y las razas que vinieron,
llenas de juventud, de fuego henchidas,
un tiempo por el orbe consumieron
su existencia quimérica, ignorada;
y luego confundidas
rodaron a la nada,
y otras razas después las sucedieron.
Y de ese torbellino impetüoso,
en que se agitan siempre las naciones,
vi cien héroes salir, en sus bridones
cruzar el mundo, recorrer la tierra
al ronco son de guerra,
y en la diestra el acero endurecido;
y les vi denodados,
roto en chispas el viento
al choque de la espada y al rugido
del tronante cañón, en un momento
los límites borrar de los estados.
Hubo un tiempo después, que una mirada
al dirigir fugaz de polo a polo,
tan sólo vi la nada...
¡Humo y tumbas tan sólo!...
Algunos pocos hombres, que empujaban
hacia el antro vacío
a los pesados siglos que pasaban;
y que después, con loco desvarío,
con entusiasmo fiero,
en triunfo conducían
al siglo venidero
en sus hombros robustos y esforzados,
e, insensatos, caían
bajo el enorme peso sepultados.
Mas vi también a algunos elevarse
con noble afán hacia el celeste velo,
y mirarme y temblar; les vi adornarse
de refulgentes galas,
y en las brillantes y preciosas alas
del arte y de la ciencia, alzarse al cielo,
derramar sobre el mundo la belleza,
y elevar victoriosos
sobre los otros hombres su cabeza;
y yo, que los vi ansiosos
de la gloria esplendente
que el talento inmortal siempre ambiciona,
para ceñir su frente
les arrojé un laurel de mi corona.
Vi los tronos alzarse, el orbe todo
sembrarse de monarcas opulentos;
más pronto derribarlos en el lodo
vi a las generaciones;
y luego a las naciones
miré esculpir sus sacrosantas leyes
en los rotos fragmentos
de las viejas estatuas de sus reyes.
Vi brotar religiones a millares
que en el fondo del tiempo se formaron,
y que luego en magníficos altares
los hombres adoraron
con fanatismo ciego;
y a la voz del Eterno
las vi yacer precipitadas luego
en miserable y torcedor infierno.
Con sus torres gigantes
vi elevarse los templos soberanos,
y plegarias y cánticos brillantes
lanzar desde su seno los humanos;
mas pronto vi también crecer la hiedra
en el ara olvidada,
escribiendo en el tiempo una arruinada,
pero terrible maldición de piedra.
Vi las falsas deidades
cruzar con la corona en la cabeza,
al pasar las edades;
llegó por fin de la verdad el día,
y abatí su grandeza,
y mostré su quimérica valía,
los altares rompiendo en mil pedazos;
y en seguida las vi contra mi trono
fulminar impotentes anatemas,
y extender hacia mí, con ciego encono,
los raquíticos brazos,
entre el polvo buscando sus diademas.
Hoy ya, por los espacios elevado,
donde tiendo mi vuelo,
del sempiterno Dios ante la alteza,
por los genios del orbe rodeado,
en las gasas del cielo
envolviendo mi fúlgida cabeza;
mientras los mundos a mis pies rodando,
empujados del tiempo, en sombra vana
cual tenues ilusiones van pasando,
esperaré a los mundos del mañana;
y en imperioso tono
sus leyes dictaré, desde el palacio
en que, oculto en los pliegues del espacio,
la diestra del Eterno alza mi trono.
Y si atrevido el hombre
quiere seguir mis huellas
y elevar hasta allá su pensamiento,
encontrará mi esclarecido nombre,
bordado con estrellas
en el límpido azul del firmamento.
 
 
 
TOLEDO

En el corazón
de España,
sobre un árido terreno,
y enfrente de altivos montes,
se alza gigante Toledo:
Toledo, que ahora descansa,
con profundísimo sueño,
bajo la pesada sombra
de sus ilustres trofeos.
Aún te acuerdas ¡oh ciudad!
de los tiempos que ya fueron,
en que cien insignes reyes,
más que reyes, caballeros,
a las huestes musulmanas
arrojaron de tu seno.
Entonces, despavoridos
ante tus ojos huyeron
los infieles, que algún día
te ocuparon como dueños;
y después una y mil veces,
del descalabro repuestos,
te rodearon rabiosos,
tus murallones mordiendo;
y otras tantas en tus campos
su sangre mora vertieron,
eternizando tu nombre,
y eternizando sus hechos.
¡Toledo! Cuando delante
del tribunal de los tiempos,
en marcha lenta y solemne
vaya pasando el ejército
de las ciudades hispanas,
tú llevarás, de derecho,
el pendón, gloriosa enseña
del valor de nuestro pueblo.
Águila imperial, tendiste
por los espacios el vuelo;
y aunque las hermosas plumas
ya de tus alas cayeron,
por los espacios rodando
y tus lauros escribiendo,
aún conservas en las garras
la ejecutoria y los fueros.
Ahora, vieja cortesana,
vas con afeites cubriendo
las arrugas que te causan
las inclemencias del tiempo.
El Tajo va temeroso,
tus regios muros lamiendo,
y arrancándoles el polvo
que los siglos produjeron.
¡Cuántas oscuras historias,
cuántos tenebrosos hechos,
cuántas famosas hazañas,
cuántos fantásticos sueños,
envueltos en ese polvo,
y por el curso violento
del río, al mar arrastrados,
se perderán en su seno!
Allí vendrán los poetas
sus áureas alas batiendo,
atravesarán las ondas
del profundo, ignoto piélago,
y moverán las arenas
con avariento deseo,
por hallar entre ese polvo
asuntos para sus cuentos.
Vieja eres ya, ciudad mía;
pero yo vieja te quiero,
con tus calles tortüosas,
tus alcázares soberbios,
con tus mohosas rüinas,
tus subterráneos inmensos,
do podemos todavía
respirar el polvoriento
aire que tras sí dejara
el siglo decimotercio.
Si yo pudiera encender
mi antorcha en el limpio fuego
del sol que alumbra tu frente,
del sol que vela tu sueño,
yo descendiera con ella
a tus cavernas, Toledo,
a disipar las tinieblas
de ese incógnito misterio;
a encontrar allá en el fondo
los despedazados restos
de alguna historia trazada
por manos de tus abuelos;
a remover los escombros,
y a buscar debajo de ellos
testimonios de tus glorias
y de tu gran valimiento.
Páginas con sangre escritas,
que ha medio borrado el tiempo,
y ahora deletreamos
con religioso respeto,
testigos que preconizan
los altos e ilustres hechos
de tus honrados mayores,
de nuestro valiente pueblo:
del pueblo que, aún hoy soñando
con tus preclaros recuerdos,
combate y vence a la sombra
de tus arruinados templos.
Yo te saludo, ciudad;
a tus plantas me prosterno,
y te demando la venia
de penetrar en tu seno,
de registrar tus rincones,
tus caminos encubiertos,
tus fortalezas moriscas
y tus palacios iberos.
Yo te saludo: a mi paso
abre las puertas, Toledo;
que quiero aspirar el polvo
del siglo decimotercio.
 
 
 
LAS DOS PUREZAS

Cierta mañana
decía
a otras flores la azucena:
«Yo crezco pura y serena
ante las luces del día;
»Mi hermoso cáliz se ensancha
siempre que el viento lo agita;
ni el huracán lo marchita,
ni el rayo del sol lo mancha.»
Y una tierna sensitiva
dijo temblando después:
«También mi corola es
hermosa, pura y altiva;
»pero los rayos del sol
secando mi aroma están,
y el beso del huracán
mancha mi casto arrebol.»
Y Dios, que allá en lo profundo
este coloquio escuchaba,
mientras el cuadro pintaba
de los jardines del mundo,
mandó a las flores preciadas
que de su cáliz las puertas
tenga la azucena abiertas,
la sensitiva cerradas.
 
 
 
A DOLORES

Tengo extendido
en el alma
todo un cielo de inquietudes,
donde el sol de la esperanza
sus claros rayos no luce,
porque mis negros pesares
le visten de negras nubes,
y ya no le dan tus ojos,
reflejos para sus tules;
porque mi patria está lejos,
y en ella tu brillo encubres;
porque tu ausencia me mata,
sin que el recuerdo me cure;
pues con ansia de llevarla
donde tu fuego la alumbre,
te mando el alma, y con ella
también mis recuerdos huyen;
y en el hueco de mi pecho
sólo el corazón produce
un seco y débil latido,
que cuando nace sucumbe.
¡Si vieras, hermosa mía
el dolor que mi alma sufre,
las lágrimas que derrama,
las penas que la consumen,
cuando sobre mí la noche
su triste fulgor difunde,
y abre sus ojos de estrellas
que palpitando relucen,
y oigo la voz de los vientos
que sorda y lejana ruge,
y nubarrones oscuros
sobre mi frente se hunden!
Entonces, en ti pensando,
del fondo del alma surge
un apagado suspiro,
que entre tormentos acude
a dar al labio una tumba
donde sus ayes sepulte;
que entre cadenas de lágrimas
atado en el pecho cruje,
hasta que roto en pedazos
de llanto, a los ojos sube,
y deja escapar doliente,
en sones gimiendo lúgubres
por los labios de los párpados,
la voz de la pesadumbre.
Escucha, hermosa doncella,
que siempre presente tuve
en estas horas amargas,
que no ha mucho fueron dulces,
vaga imagen de mis sueños,
inspiración de mi numen,
la que por doncella encanta,
y por hermosa presume.
Si no he de ver el tesoro
que de bellezas reúnes,
y del beso de tu boca
no he de aspirar el perfume;
si de tus brillantes ojos
no he de contemplar las luces,
ojos tan provocadores,
que cuando a mirarte acudes
en los cristales del agua,
te enciende en rubor su lumbre;
si no he de subir al cielo
en brazos de tus virtudes,
que nunca torne a mi patria,
ni sus campiñas salude,
ni mire flotar la espuma
de los mares andaluces,
ni vuelvan a ver mis ojos
aquellas alzadas cumbres,
escarpadas y soberbias,
de sus montañas azules,
que el aire va coronando
con sus turbantes de nubes.
No esperes que en la esperanza
consuelo a mis penas busque,
ni que a mi furia me entregue,
ni que airado al cielo culpe;
que es la muerte mi destino,
y ya el destino se cumple.
Tengo extendido en el alma
todo un cielo de inquietudes:
tú eres el sol de mi cielo;
y pues de luto te cubres,
mañana cuando la aurora
de sombra al mundo desnude,
diré a la aurora llorando,
en queja sentida y fúnebre:
«Detén tus rayos, con ellos
no mis ilusiones turbes;
que en el mundo empieza el día,
pero en mi vida concluye.»
 
 
 
A DON EMILIO CASTELAR
En la muerte de su madre

Oye: sus ondas
desatando el viento,
allá en los senos de la noche avanza:
parece que en gigante movimiento
y arrebatados giros,
ayes, rompiendo las tinieblas, lanza,
y que derrama por do quier suspiros.
Mira: las nubes su melena llevan
flotando en el espacio, y en montones
se juntan y se elevan:
parece que, colgando sus girones
en la tumba que al mundo encierra inerte,
por la extensión callada
tremolan en los aires de la nada
los negros estandartes de la muerte.
Detén, Emilio, en los nublados ojos
y seca el llanto que sin tregua aumentas;
oculta de tu alma los despojos
en este seno amigo:
yo sentiré tus penas cuando sientas,
yo cuando llores lloraré contigo.
Pero entre tanto, ven, contempla ahora
la terrible belleza,
las tenebrosas galas
con que adorna su faz naturaleza.
Tiende la noche las enormes alas,
crujen los aires, la tormenta llora
sus copiosos torrentes en la altura,
brama la mar y su cubierta oprime
con rudo y sordo acento;
llevada en brazos de los ecos gime
la débil voz del desmayado viento,
y en la elevada cumbre
del cielo un fuego ondea,
que a través del espacio centellea,
e irradia oscura, indefinible lumbre;
y luego entre los aires se condensa
un fantasma fatal: bajo su planta
el orbe tiembla, la creación se humilla...
Es que lúgubre, inmensa,
la tumba de la vida se levanta,
es el espectro del dolor que brilla.
Allí yace tu amor, amigo mío.
¿No es verdad que el dolor tiene su goce?
Ese loco, insensato desvarío,
esa pena cruel, pena sublime,
que el mundo indiferente desconoce,
ese terrible torcedor que oprime
al triste corazón entre los mares
do brotan y se agitan los pesares,
ese dolor que a la ilusión perdida
junto al goce de ayer abre la huesa,
que retiene a la vida
bajo su brazo yerto
con las cadenas de la angustia presa,
esa amargura que del pecho hace
un sepulcro desierto
do sólo el alma cual cadáver yace,
¿no son también, amigo, una ventura,
cuyo rico ropaje borda el llanto
de horrorosa hermosura?
¡Dicha fatal, do apaga con espanto
su luz la vida, do la muerte empieza;
placer grande y profundo,
más grande en su fantástica belleza
que el mentido placer que sueña el mundo!
Si ese pesar, delirio de la suerte,
que va la flor de tu vivir secando,
que con sus hojas su sepulcro viste,
que la arrastra a la muerte,
pedazos hecha tu ilusión dejando,
el mundo no comprende, tu voz triste,
era mi madre, gemirá, mi madre;
y a este grito doliente,
el mundo entero inclinará la frente,
y aunque poco le cuadre,
hará justicia a tu dolor eterno,
pues sabe que Jesús fue un hijo tierno
que vino al mundo y que adoró a su Madre.
¿No te acuerdas, Emilio, de los días
de la ventura y la niñez pasados,
cuando tu tierno rostro reposabas
en sus brazos amados;
cuando un sueño dulcísimo y sereno
y apacible gozabas
en su adorado y cariñoso seno;
cuando, aspirando de su amor la esencia,
en sus ojos veías
reflejarse la luz de tu inocencia;
cuando tranquilo tu ilusión mecías
en su puro embeleso,
y adornabas tu frente
con el suave y regalado ambiente
del tibio aroma de su casto beso;
cuando ¡oh fugaces, deliciosos días!
Tú en su dicha soñabas,
y al mirar su sonrisa sonreías,
mientras ella jugando
iba con tus cabellos
los rayos de su amor entrelazando?
¡Emilio! ¡qué placer! ¿te acuerdas de ellos?
Huyeron... Sin embargo,
el alma está de su recuerdo llena,
y yo con la memoria
de la pasada historia,
más acreciento tu pesar amargo,
añado más angustias a tu pena,
aumento tu aflicción acerba y triste;
porque quizás el llanto que derramas
es el único lazo que aún existe
entre el dolor presente
y aquel perdido bien que tanto amas;
porque tu voz doliente,
que siempre por tu madre al cielo ruega,
asciende rauda y a tu madre llega,
y al escucharla siente
de abrazarte en el cielo la esperanza,
y aspira con placer la religiosa
plegaria débil que tu labio lanza;
y el beso que murmura
sobre la yerta losa,
recoge con afán su sepultura.
Si es verdad que los tiernos corazones
por el amor unidos
enlazan en el mundo sus latidos
con cadenas de bellas ilusiones;
si alguna vez también la paz serena
vela su dicha con modesta nube,
¿por qué -tú me dirás- esta cadena
que atada está a mi pecho, al cielo sube,
y mi contraria suerte
entre su puro azul la ve perdida?
Porque, Emilio, es la muerte
la postrera ilusión de nuestra vida.
Ese suspiro que del pecho inquieto
exhalas por tu daño,
es el sordo crujido
que desgarra estridente el esqueleto
de un corazón herido
por la mano fatal del desengaño.
Ve: de tu seno se derrama y crece
y se remonta en la extensión serena.
Mira: en los aires su clamor se mece,
y rueda por la altura;
brama su voz y el universo llena;
porque el mundo es no más la sepultura
donde yacen los restos de los males,
y que tiñen de pálido topacio
cual cirios funerales
los gigantes flameros del espacio;
y ese sol que entre pliegues va cayendo
del alto cielo por la inmensa frente,
sus rayos recogiendo
en el oscuro lecho de Occidente,
es el postrer quejido de agonía,
que entre los mantos de la sombra opaca
lanza la luz al espirar el día;
y el cóncavo cenit que se derrumba
por la redonda zona,
es tan sólo la lúgubre corona
que gravita en la piedra de esta tumba;
y ese montón de luminarias bellas
que, enredadas en cifras misteriosas
derraman las estrellas,
son las letras del lívido epitafio
que Dios trazó con el pincel del viento
sobre la losa azul del firmamento.
Ven, ángel de la muerte,
bate tus alas cual sudario blancas,
ven a acabar tu obra:
el hijo fiel a quien su madre arrancas,
que sólo goza con la horrible suerte,
ansia morir, y hasta el dolor le sobra.
Emilio, adiós: te dejo;
pero al dejarte en tu aflicción terrible,
voy a darte un consejo, si es posible
que salga de mis labios un consejo.
Aleja de tu mente esos alardes
a que te entrega insano el desvarío
la desesperación, amigo mío,
es el solo valor de los cobardes.
Cuando en la sorda, solitaria noche,
estés en tu aposento,
puesta la vista en el tizón que humea
ardiendo en la dorada chimenea,
y recojas tu pecho al sentimiento;
cuando la luz dudosa que vacila,
dando sombra a los mármoles, devore
la lágrima que llore
tu cansada ardentísima pupila;
cuando en tu madre pienses, y suspires;
cuando con mudo espanto
su bella imagen reflejarse mires
en los turbios cristales de tu llanto;
cuando te entregues a la incierta calma
de tu sueño doliente,
y sientas ¡ay! acariciar tu frente
los fragantes efluvios de su alma,
nunca su voz tu oído desatienda,
que te dice al brindarte su consuelo,
mostrándote la gloria: ésa es tu senda,
y ésta es mi gloria, al señalarte el cielo.
  
Poesías
José Martínez Monroy
 




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