Poemas del gran poeta
Miguel W. Garaycochea


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Poemas de Miguel W. Garaycochea 
 
YARAVÍES

I
¡Fiero tormento!...
No hagas del rigor alarde
ni martirices ufano
mi triste pecho,
que tus crueldades
me tienen ya cual espectro
que de la tumba horrorosa
a la luz sale.
 
Siempre severo
en mi dolor te complaces,
y no ablandan mis suspiros
tu duro ceño;
pero, constante
a la fe que di a mi dueño,
serviré de admiración
a los amantes.
 
¡Piadoso cielo!
¿De mis lastimeros ayes
no perciben tus oídos
los tristes ecos?
¿Seré culpable,
porque amé de tu modelo
esas gracias peregrinas
tan admirables?
 
Ningún consuelo
suavizará tantos males:
¡moriré que, a dolor tanto,
no hallo remedio!
Venga el instante
que exhale el, ¡¡ay!!, postrimero
en los brazos de mi bien
idolatrable.
 
Así contento
bajaré al silencio grave
que ocultará, compasivo,
mis tristes huesos;
sin que me espante
el verme cadáver yerto,
pues el morir por amar
es muerte suave.
 
II
Era feliz en el tiempo
que, ignorando del amor
el poderío,
pensaba jamás rendirme,
ni dejarme seducir
de su atractivo.
 
Disfrutando de la infancia
los placeres, que volaron
ya fugitivos,
nunca pensé que a la dicha
sobreviniesen, tan pronto,
tantos martirios.
 
Pero lo contrario siento
desde aquel fatal instante
en que Cupido
disparó su aguda flecha
contra el infelice blanco
de mis sentidos.
 
Desde entonces la alegría
huyó de mi triste pecho
cruelmente herido;
y desde entonces no puedo
disfrutarla un solo instante,
pues la he perdido.
 
Lloraré, pues, mi desgracia;
lamentaré mi pesar,
pues no hay alivio,
mientras no se compadezca
aquella beldad tirana
por quien yo vivo.
 
III
Aunque en mares borrascosos
de dudas y sobresaltos
batalle el alma,
no dejaré de adorarte,
pues que tu imagen le vuelve
la dulce calma.
 
Y aun cuando los astros todos
empleen su cruel influjo
contra mi amor,
culto he de darte en mi pecho,
en mi memoria y sentidos,
con más fervor.
 
Nada mi intento amedrenta,
nada arredra mi albedrío,
sino mi suerte,
que ha de permitir severa
que, inhumana y rigurosa,
me des la muerte.
 
Pero si algo compasiva
correspondes a mi amor
tan fino y puro,
que he de amarte hasta la tumba,
y hasta vivir olvidado,
te lo aseguro.
 
IV
Pues que pronuncias mi muerte
sin inmutar el semblante,
beldad tirana,
moriré; mas yo te advierto
que mi muerte será origen
de tus desgracias.
 
En las aras del amor
yo ofreceré en sacrificio
mi vida amarga,
bajando al silencio horrible
donde yacen los despojos
de la cruel Parca.
 
Pero mi sombra funesta
rodeará tu duro pecho
como fantasma
que, entre sus trémulos brazos,
los delirios de la mente
feroz abraza.
 
Y a esa tu imaginación
perversa, indómita, fiera
e inhumana,
llenarán de horror y espanto
los melancólicos ayes
del que te amaba.
 
De este modo, a pasos lentos,
irás siguiendo los rastros
de mis pisadas;
y habitarás en la tumba
con aquél para quien fuiste
por siempre ingrata.
 
V
Del silencio imperturbable
la lobreguez pavorosa
y el negro manto,
rodearán en todo tiempo
la existencia de un viviente
desesperado.
 
Y ya que no hace impresión
en tu diamantino pecho
mi triste llanto,
compasivo me arrebate
donde desprecios no vea,
el sueño largo.
 
De la trémula campana
el melancólico toque,
fúnebre y tardo,
dará fin a los tormentos
de un existir tan penoso,
cruel y tirano;
 
pues mientras pueda vivir,
y mientras la luz del día
hiera mis párpados,
de los tiros insufribles
de la suerte más perversa
he de ser blanco.
 
Y sólo en la tumba fría,
cuando se extinga la hoguera
de amor en que ardo,
cesarán de atormentarme
los desdenes de una ingrata
a quien tanto amo.
 
VI
¡Qué mal has correspondido
a mi pasión amorosa,
bella homicida!
¡Y qué mal tienes pagado
mi cariño, mi ternura,
mi fe sencilla!
 
Después de tantas promesas,
después de tantos halagos
como me hacías;
me bridas, ora, la copa,
que antes de placeres era,
llena de acíbar.
 
Jamás, en aquel entonces,
presumí que cobijase
furiosa víbora
que, en pago de mis servicios,
en el pecho me infiriera
mortal herida.
 
Celos, desaires y enojos,
son los dones que tu mano,
cruel, me prodiga,
después de que, en otro tiempo,
tantas veces me juraste
ser siempre mía.
 
Pero el Dios a quien ofendes,
y cuyos fueros quebrantas
con injusticia,
me vengará, no lo dudes,
del despotismo y soberbia
de tu alma altiva.
 
Amarás a quien no te ame;
querrás a quien te aborrezca,
en algún día;
y entonces, ¡ay!, sufrirás
cuanto hoy me haces padecer
con ignominia.
 
VII
¡Hado fatal!...
¿Qué importa que yo me ausente,
y en soledades me esconda
con triste afán,
si las penas y martirios
mis pisadas presurosas
siguiendo van?
 
La enfermedad,
aunque el mísero doliente
mude mil veces de lecho,
con él se va;
y a todas partes le sigue
atormentándole siempre
con impiedad.
 
Con gran crueldad
la memoria me renueva
las heridas que en el pecho
frescas están,
y ni la ausencia ni el tiempo
sus hórridas cicatrices
las borrarán.
 
¡Ay!... ¡Que he de estar
padeciendo sin consuelo,
sin esperanza ni alivio,
tan fiero mal;
y sin que puedan mis ayes
la dureza de mi dueño
cruel, ablandar!
 
VIII
Oscuras sombras,
en las cavernas horribles
del fiero olviden, sepulten
las crueles horas
en que sentiste,
¡corazón mío!, las glorias
de un amor tan mal pagado,
tan infelice.
 
Pues, bien, recobra
la libertad que perdiste;
vuelve en tu acuerdo, y desecha
pasión tan loca;
que no es posible
que ames a quien te deshonra,
y a quien te trata de un modo
tan cruel y horrible.
 
Y nada importa
que en sus días más bonancibles
correspondiese, benigna,
tu fe amorosa;
y que, sensible,
días de placer y gloria
te haya dado en otro tiempo,
¡¡De nada sirve!!
 
Ingrata ahora,
tan solo por un -se dice,-
con la mayor injusticia,
sí, hoy te arroja;
hoy te despide
pronunciando, rigurosa,
con labio pérfido el fallo
de que la olvides.
 
Hoy te abandona
en un mar lleno de sirtes,
a merced de los rigores
de fiero Bóreas;
y si persistes
en tu amor, contra la roca
fracasará de su orgullo,
tu vida triste.
 
Hacia la costa
del desengaño apacible
proto, pues, de tu barquilla
vuelve la proa;
y cuando libre
del riesgo te halles, entona,
corazón, al escarmiento
himnos sublimes.
 

ANACREÓNTICAS

 I
Tentado estuve un día
a admitir el destino
que me estaba brindando
un generoso amigo.
Por el bien de mis padres,
más bien que por el mío,
desechando aprensiones,
casi me determino.
Pero, luego, mi musa,
exhalando un suspiro,
se quejó de esta suerte
dentro del pecho mío:
-¿Me abandonas, ingrato;
me dejas, fementido;
y de la recta Themis
te alistas al servicio?
¿Desprecias la corona
de laureles y mirtos,
que te estoy componiendo
desde cuando eras niño?...
¿Has pensado bastante
de tu necio extravío
las funestas resultas?
¿Estás ya decidido?
Dame mi lira, ingrato;
dame mi lira, impío;
y que te den los cielos
la suerte de Batilo.
Piedad, ¡oh musa!, exclamo,
piedad de un afligido
que si engañarse pudo,
nunca ofenderte quiso.
Y desechando luego
mis fatales designios,
a mi lira me torno,
y a mis amados libros.
 
II
¿Porqué, pues, ya no elogias
el poder de mis armas,
ni mis bellas conquistas,
en dulce metro, cantas?...
-Me preguntó, curioso,
Cupido esta mañana
que a visitarme vino
al despuntar el alba.
-Porque me has engañado,
porque Nise es ingrata,
porque hice juramento
de abandonar tus aras
le contesté, sañudo;
y entonces él, con gracia,
me replicó, diciendo:
-Es muy bella la causa.
¿No ves que por mis leyes,
que todo el mundo acata,
las promesas son burlas,
los juramentos, chanzas?
Olvida, pues, a Nise
si Nise te es ingrata;
pero no menosprecies
a todas las muchachas.
Mira el talle de Zoila,
de Amelia la garganta,
los ojos de Matilde,
la boquita de Laura.
¿Renuncias a la dicha?...
No seas necio, ¡vaya!,
por una bagatela
infelice no te hagas.
Y diciendo y haciendo,
nuevo dardo me clava,
dejándome cautivo
de tus encantos, Laura.
 
III
A la espléndida mesa
de Jove poderoso
asistieron un día
los inmortales todos;
y al paso que, entre brindis
y conceptos graciosos,
del néctar delicado
saboreaban los sorbos,
cada cual se preciaba
de franco y generoso,
y de ser insensible
al influjo del oro.
Mercurio, por echarles
su vanidad en rostro,
al descuido, en la mesa,
arroja su tesoro.
Y Venus se sonríe;
Ceres abre los ojos;
Marte desfrunce el ceño;
se sobresalta Apolo;
Minerva, por prudencia,
atisba de reojo;
y Vulcano se acerca,
aunque taimado y cojo.
Del seno de su madre;
como muchacho loco,
el Amor, al dinero
se lanza sin decoro,
y solamente Baco,
en profundo reposo,
ni pestañeó siquiera,
porque estaba beodo.
El Interés, entonces,
recogió su tesoro,
y en su interior se dijo:
Ya los conozco a todos.
 
IV
¿Verdad, querida Nise,
que te agradan mis versos,
tanto porque son míos,
como porque son bellos?
Tan urbana lisonja
en el alma agradezco,
que en tus preciosos labios
vale mucho un requiebro.
Pero si, por fortuna,
te han parecido buenos,
cómpramelos, bien mío,
que no es muy alto el precio:
una tierna caricia
vale cada soneto;
una endecha, un abrazo;
cada canción, un beso.
Y verás como entonces
arrebatado mi estro
produce en abundancia
delicados conceptos:
que el premio fertiliza
los áridos talentos,
y las musas acuden
al olor del incienso.
 
V
Pobre soy, nada tengo,
miserable es mi vida;
pero a pesar de todo
paso tranquilos días.
Apolo que protege
a quien Fortuna priva
de sus avaros dones,
tal vez con injusticia;
generoso me ha dado
una pequeña lira
para que, en dulces ocios,
celebre a mi querida.
Tengo amor; soy pagado
tal vez con demasía;
y de mortal alguno
¿envidiaré las dichas?
Surque los anchos mares
quien no tema sus iras;
y el que tesoros quiera
sepúltese en las minas.
Que por la plata toda
que en el Perú se cría,
no cambiaré yo nunca,
ni mi amor, ni mi lira.
 
VI
Mucho más que el avaro
su riqueza escondida
amo yo, fiel Ernesto,
mi compás y mi lira.
En vano, pues, intenta
tu amistad comedida
persuadirme a que deje
mi soledad tranquila.
En el mar proceloso
de pretensiones míseras
bogar feliz no puede
mi pequeña barquilla.
Demasiado conozco
las propensiones mías;
no nací, no, mi Ernesto,
con ambiciosas miras.
Guárdense los caudales
para quien los codicia,
y obtenga los destinos
el que los solicita:
que yo sólo deseo
modesta medianía,
donde manejar pueda
mi compás y mi lira.
 
 
El sueño
Una noche gozaba
del plácido descanso
que adormece las penas
y anubla los cuidados.
Pero, luego, cual uno
que a lo lejos ve un cuadro
y distinguir no puede
sus confundidos rasgos,
repasaba en mi mente
infinitos retratos
de objetos que, despierto,
me son idolatrados.
Y poco a poco crece
el seductor engaño;
y la ilusión se aumenta
por un prodigio raro;
de manera que mi alma,
en un ensueño grato,
distingue bien las formas
como en el día claro.
Ya parece que toco
las cosas con las manos,
y que siento y percibo
los soplos del Austro.
Ya parece que veo
el semblante adorado
de aquélla que, aun en sueños,
me tiene amartelado;
y que feliz cual nadie
disfruto sus halagos,
y tranquilo reposo
entre sus tiernos brazos.
Pero cuando más libre
me juzgo de cuidados,
y a la dicha me entrego
con mayor entusiasmo;
se presenta Cupido
a mis ojos turbados
con la aljaba en el hombro
y la flecha en la mano.
Al verlo, me intimido,
me estremezco, me espanto;
y en fervorosa súplica
le adoro arrodillado.
El hijo bello, entonces,
de la diosa de Pafos
me muestra de su flecha
el filo ensangrentado;
y abriendo los claveles
de sus divinos labios,
me habló de esta manera,
entre alegre y airado:
¡Mortal!... ¿Por qué pretendes
descubrir los arcanos
de mi poder tremendo,
de mi obrar sobrehumano?...
En tus locuras, ciego,
me nombras el ingrato,
el cruel, el homicida,
el traidor, el tirano.
Castigar yo debiera
con suplicios extraños
tu necio atrevimiento,
tu arrojo temerario.
Pero, pues en mis artes
no estás aún versado,
e ignoras la potencia
invencible de mi arco,
perdono por ahora
tus locos arrebatos,
y haciéndote favores
quiero quedar vengado.
¿Ves este invicto acero,
este arpón soberano
que de reciente sangre
se encuentra salpicado?...
Pues con él de tu amada
hoy mismo he traspasado
el insensible pecho,
el corazón ingrato.
El tributo que exijo
de todos los humanos
por su loca arrogancia,
con creces ha pagado;
y te espera rendida,
pues sabe que descanso
tendrán sus fieras ansias
solamente en tus brazos.
Anda, pues, y ya nunca
importunes con llantos,
con suspiros y quejas
mi poder soberano.
Goza de tu querida
los hermosos encantos,
y mi poder celebra
con versos acordados,
que solamente exijo,
de tal favor en pago,
amorosas letrillas
y muy sabrosos cantos.
 
 
ENDECHAS
 
I
¡Adiós, mi dulce dueño!
¡Adiós! Ya que la suerte
de tus hermosos ojos
separarme pretende,
porque en su saña injusta me aborrece.
 
¡Adiós, vida del alma!
¡Adiós, y para siempre!
Que en esos tristes climas
la pena de no verte,
sin duda alguna, me herirá de muerte.
 
¡Adiós! Yo te agradezco,
cual debo, los placeres
que, en días más dichosos,
me concediste siempre
sin pensar, tal vez, ¡ay!, que yo me ausente.
 
Amar nunca sabrían
los que apartarme quieren
del único embeleso
que hacerme feliz puede;
por eso ordenan que de ti me aleje.
 
De mis lágrimas tristes,
tiranos, no se duelen;
y sólo tú, benigna,
te afliges, compadeces,
y la honda herida de mi pecho adviertes.
 
En tu seno, los mares
que estos mis ojos vierten
recibe, pues, que el pecho
contenerlos no puede
al pensar que ya nunca podré verte.
 
Pero mi afecto síncero
no olvidarte promete,
aunque en climas extraños
vida infelice aliente...
¡Adiós, mi vida!... ¡¡adiós!!... ¡¡oh suerte!!...
 
II
Ingrato dueño mío
en cuyo pecho esconden
el océano, sus iras;
su dureza, los montes;
oye mis quejas, oye mis voces.
 
Quieres más bien, tirana,
que un extraño te goce
y no aquél que idolatra
tus peregrinas dotes,
gracia, donaire y aun disfavores.
 
¿Olvidas tantos años
de firmeza y de amores;
y de las prendas mías
permites que se adorne
quien ni te estima, ni te conoce?
 
¿Porque cruel la fortuna
me deniega sus dones,
me dejas, inhumana,
y otro amador escoges,
rico en dineros, en virtud pobre?
 
Permita el justo cielo
que no te ame, y le adores;
que por su mal suspires,
y por su ausencia llores
días y noches sin que reposes.
 
Que jamás le contentes,
y que siempre le enojes;
y si has de aborrecerlo,
que harto tiempo le goces;
y que te lleguen mis maldiciones.
 
 
ROMANCES
 
I
Desgraciados ojos míos
que mirasteis sin recelo
la hermosura donde Amor
estaba, cruel, encubierto;
justo es que, mísero, pagues
tan fatal atrevimiento,
y que resignado sufras
los martirios, los tormentos.
Amor ya con mil cadenas
mi albedrío tiene preso,
y cruelmente le maneja
por donde quiere mi dueño.
Aunque os deshagáis en llanto
no escuchará tu lamento;
aunque gimas y suspires
tu mal no tiene remedio.
Pronto, pues, venga la muerte
y os eclipse con su velo...
Pero no, quizás tus penas
se acabarán con el tiempo.
 
II

LA ADVERTENCIA
 
Incauto joven, mi musa
en su tormento, te encarga
que no des dentro del pecho
al tirano Amor posada;
y que cuidadoso evites,
con diligencia estudiada,
las incurables heridas
de los tiros de su aljaba.
Pues el niño Dios de amores
es de condición tan mala,
de proceder tan perverso
y de tan poca constancia,
que cuando con sus caricias
nos entretiene y halaga,
cuando más nos favorece,
y cuando con fuerza extraña
los contentos, los placeres,
parece nos procurara;
veloz huye, y con presteza,
revoloteando las alas,
en busca de nuevas víctimas
se precipita con ansia,
dejándonos ya cautivos
de una hermosura tirana.
Entonces, ¡mísero estado!
¡Situación jamás pensada!,
el sosiego y la quietud
que antes el pecho gozaba,
de improviso se convierten
en pesares que ignoraba;
en angustias, en tormentos
que martirizan el alma.
La ingratitud, el desprecio,
la tibieza con que ufana
corresponde a tu amor tierno
tu querida idolatrada,
son dogales, son martirios
que de ti no se separan,
y que como sombras siguen
a tu fervorosa llama.
Y por fin de tu dolencia
la fortuna te depara,
o un rival que, afortunado,
tu gloria y bien te arrebata,
o la ausencia que, insensible,
divide pechos que se aman:
pues no hay desdicha mayor
que ver su dicha robada,
o carecer de la vista
de aquélla que se idolatra.
Y como esto y mucho más
dentro de mi pecho pasa,
no te entregues al amor
mi triste musa te encarga.
 
III
¿Dónde estás, dueño querido,
que mi amor no puede hallarte?
¿Dónde estás que no respondes
al que se afana en buscarte?...
Presente en mi pensamiento,
mas de mis ojos distante,
parece que estás conmigo,
pero no puedo encontrarte.
Fugitiva, en sombras leves
te conviertes y deshaces,
cuando intento contra el pecho
que te idolatra, estrecharte.
No así, pues, huyas, tirana;
ven, mi bien, y en un instante
fenecerán mis tormentos,
mis suspiros y mis ayes.
¡Ven, mi bien!, pero ¿qué digo?...
Huye de mí, pues pesares
circundan siempre mi pecho
desde que supe adorarte.
 
IV
Es mi pecho calabozo
de tormentos y pesares;
mis labios, los del silencio,
que no aciertan a quejarse.
¿Dónde está mi dicha antigua?
¿Dónde mi ventura grande?
¡Ay amor! Que yo le busco
y jamás puedo encontrarle.
Una ingrata a quien rendido
tuve mi pecho constante
me causa hoy la desventura
que no puede imaginarse.
Después de tantas promesas,
de expresiones tan amables,
de halagüeñas esperanzas
y de un querer tan estable;
después de que yo por ella
he sufrido fieros males,
escoge la incierta dicha
que le ofrece un nuevo amante.
¿Pero qué esperar debía
de un corazón tan infame?
Ingratitud y mudanzas,
desprecios, desdén y ultrajes.
 
V
Muero de amor, y deseo
que mi muerte se dilate
por gozar de la agonía
los prolongados instantes.
De mi dolor el remedio
pudiera estar en que yo hable,
mas, como el mal me deleita,
tengo miedo en declararme;
pues, si soy correspondido,
sucederá que se acabe
con la posesión el gusto,
que en el deseo es durable;
y si no, con mi esperanza
fenecerán los pesares
que producen en mi pecho
sensaciones agradables.
De modo que, en tal estado,
vida ni muerte me place,
pues que viviendo o muriendo
mi gusto actual se deshace.
Entre la vida y la muerte
quiero, pues, un medio estable,
el medio es: estos momentos
de agonía deleitable.
 
VI
¡Ay de mí!... que, en el recinto
de estas lóbregas paredes,
sólo acompañan mis penas
imaginaciones crueles.
¡Ay de mí!... que sin mi dueño,
y sin mis amigos fieles,
negado a luz del día,
espero solo la muerte.
¡Ay de mí!... que solitario
en aqueste oscuro albergue
soy el blanco de las iras
y del odio de las gentes.
¡Ay de mí, triste!... ¡Qué haré
si nadie me compadece!...
¡Si todos mi mal procuran,
e inhumanos me aborrecen!
¡Ay de mí, triste!... Quizás
la prenda de mis placeres,
porque me mira en desgracia,
me habrá ya olvidado aleve.
 
VII
Yo desprecié una hermosura
que ardía por mí en amores,
y de otra que no me quiere
solicito los favores.
Celoso estoy y ofendido,
mas no me atrevo a quejarme;
sufro en silencio mis cuitas:
Quien tal hizo, que tal pague.
 
Como yo correspondí
así me han correspondido:
un favor con un desprecio,
con una ofensa, un cariño.
Mi alegría la entristece;
mi tristeza la complace;
mis halagos la fastidian:
Quien tal hizo, que tal pague.
 
Pues si es justo que padezca
y experimente rigores,
vengan tormentos y penas,
vengan ansias y dolores.
Sufra de mi bien querido
toda especie de crueldades,
y en mí se cumpla el adagio:
Quien tal hizo, que tal pague.
 
Haré frente al infortunio
y a lo adverso de mi suerte,
y en castigo de mi culpa
sufriré la misma muerte.
Entre el polvo de la tumba,
cuando esté yerto cadáver,
exclamaré en tristes voces:
Quien tal hizo, que tal pague.
 
Pero, prenda idolatrada,
no me castigues con celos,
que no hay valor que resista
tan infernales tormentos.
Quizás tu amante algún día
despreciará tu amor fino,
y entonces, dirás: Es justo
que tal pague quien tal hizo.
 
 
PARANOMASIA


¿Ya piensas en casamiento
porque tu fortuna escasa
te ha dado una... que no es casa,
pues si digo casa miento?
¿Quieres que se menoscabe
tu dicha por este empeño,
y a tu honor, que se halla en peño,
no le das al menos cabe?
No dejes ningún contrato;
ditas y haberes concuerda;
y después lo harás con cuerda,
resolución y con trato.
Es digno de compasión
quien, sin saber, se encadena,
y su albedrío en cadena
ciego pone con pasión.
Escudriña tu conciencia;
con ella ponte en contacto;
que al matrimonio con tacto
se debe ir, y con ciencia.
No te lleves del donaire
ni del garbo te enamores,
que quien así es en amores
tiene el nombre de Don Aire.
La hermosura sufre estrago,
la experiencia nos lo enseña,
dejando fastidio en seña,
que en dos amantes es trago.
En la juventud florida
siempre el amor nos congracia,
pero nos burla con gracia
en siendo ya su flor ida.
Genio y honradez comprueba
en tu mujer, sabiamente,
pues no es de una sabia mente
quien todo no hace con prueba.
No dejes con modo expreso
que te trate como esclavo,
que una mujer tal es clavo
y cárcel donde uno es preso.
En fin, si el olvido entierra
la pasión que es fementida,
cuando no es la fe mentida
y hay virtud, no cae en tierra.
Al darte yo el parabién,
pienso me he de complacer
si te casas con placer
y te casas para bien.
  
 
Poesías
Miguel W. Garaycochea
 

 
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