Poemas de el gran poeta
Pedro Antonio de Alarcón

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A mi mujer
Dedicatoria
  
El que va tras flores halla espinas
El que va tras espinas halla flores
 
- I -
 
Entre incesantes,
improvisas fiestas,
¡cuán presto pasa el suspirado día
que bulliciosa turba en las florestas
consagrara al amor y la alegría!
¡Cuán presto!... Ved. -La tarde moribunda
los párpados entorna en Occidente,
e inadvertida oscuridad profunda
va envolviendo al tropel indiferente...
Melancólico al fin lejos resuena
el toque de oración, eco de un mundo
que a Dios acude en su constante pena,
y, tétrica y medrosa,
la antes alegre turba bulliciosa
regresa a sus hogares
y al cotidiano afán de sus pesares.
 
¡Pasó, y no volverá! ¡Pasó aquel día
de vano aturdimiento y de locura
que les dispuso en la enramada umbría
el genio del placer y la hermosura!
-Helos tornar entre la sombra oscura...
¡Feliz aquel que vuelve aprisionado
en las redes de amor, y enamorada
ve a la prenda querida que a su lado
suspira por la luz de una mirada!
Pero, de tantas descuidadas risas,
de la danza frenética y del canto,
de los besos fiados a las brisas,
¿qué más le resta que mortal quebranto
al que en su pobre corazón vacío
tan sólo siente el gotear del llanto
que lento infiltra el implacable hastío?
 
- II -
 
Así tornaba yo de los pensiles
de mis años floridos, contemplando
cómo aquellos quiméricos abriles
vinieron y se fueron tan callando.
Soñando entré en mis años juveniles;
soñando los pasé; salí soñando...
y al despertar entonces me veía
solo, en la noche de un soñado día.
 
Detrás de mí, cerrada y misteriosa
quedaba, ya distante, una arboleda,
cuyas ramas mil veces cariñosa
meció para arrullarme el aura leda...
¡Era mi juventud! -Triste y oscura,
como negra alameda
plantada entre una y otra sepultura,
ya al lejos la enramada aparecía...
¡Allí quedaba la corriente pura
que bullir entre céspedes veía;
allí la senda abierta entre las flores;
allí la sombra que gustar solía,
y el trino de los tiernos ruiseñores;
que nunca más ¡ay triste! ¡escucharía!...
 
La edad cruel en tanto me empujaba
por áridos senderos:
-¿Adónde caminaba?-
¡Sólo el recuerdo inútil me quedaba
de mis años primeros!
¡El recuerdo no más!... -¡Oh vil memoria,
cómplice fiera del ajeno olvido!
¿Qué me valía la pasada historia,
si era ya el corazón desierto nido?
¿A qué hablar de las aves pasajeras,
que huyeron hacia nuevas primaveras
al árbol en que ayer su amor cantaron?
¡Qué valen a las áridas praderas
las flores que sin fruto se secaron?
 
¡Fueron ¡ay! mis estériles venturas
leves nubes del cielo,
cuyas mudables tintas y figuras
arrastra el aire en su callado vuelo!
Y mis ídolos fueron sueños míos,
que yo, insensato, apellidé querubes;
y a merced de mis propios desvaríos,
mudaron nombre y forma y atavíos,
como a merced del sol cambian las nubes.
 
Muerto en mi cielo el luminar del día,
borrados de mis sueños los antojos,
huérfano el corazón, solo y sin guía,
breñas y abismos viendo ante mis ojos,
¿cómo arrostrar la pedregosa vía,
cubierta de malezas y de abrojos?
¿A qué existir? ¿A qué tan cruda guerra,
si era un desierto para mí la tierra?
En la dorada copa de la vida,
de grato néctar por el cielo henchida,
no quedaba ya más que la hez amarga
y el veneno fatal de la experiencia...
¿Qué hacer de mi existencia?
¿Vivir... para morir? ¡Imbécil carga!
¿Esperar? ¿Merecer? ¡Atroz violencia!
¡Cáncer cuyos dolores nunca embarga
el bálsamo eficaz de la paciencia!
 
- III -
 
Imagínate ahora, esposa mía,
-tú, a quien mi alma reverente canto
en estos versos tímidos te envía,-
que, en tanta soledad y duelo tanto,
cuando más tenebroso mi camino
era y más triste mi ignorado llanto,
hubiese visto en el confín del cielo
alzarse blanca, pura, misteriosa,
la bienhechora luna tras un monte,
esclareciendo con su faz radiosa
la densa lobreguez de mi horizonte.
Imagínate el gozo con que viera
inundarse de luz la ingente esfera,
reaparecer el mundo ante mis ojos,
y en medio de los ásperos abrojos,
serpentear la senda ya perdida...
así como del alma agradecida
la emoción y contento
al verse acompañada y asistida
de la casta deidad del firmamento.
 
Idólatra o amante,
fijos mis ojos en aquel semblante
que una paz inmortal me prometía,
hubiérale sin duda abierto el alma,
diciéndole: «Pon fin a aquesta guerra,
»y apártame por siempre de la tierra,
»tú que del cielo vives en la calma.
»Llévame de este mundo y de esta vida
»a otro mundo mejor donde las flores
»no desparezcan en veloz huida
»al soplo de los vientos bramadores.
»¡Háblame de delicias inmortales;
»cuéntame las grandezas de esa altura;
»que vivos en mi alma los raudales
»aún están de la fe y de la ternura!».
 
Tal hubiérale dicho yo a la Diosa,
al verla aparecer... Mas no era ella:
no fue la luna la deidad radiosa
que allí me apareció... -¡Cuánto más bella
y cándida y piadosa,
a mis ojos lució gentil doncella!...
-Pero mis labios sella
ese rubor que en tu mejilla casta
me suplica modesto que no siga...
No temas. -Yo también ¡oh dulce amiga!
tiemblo y bendigo y enmudezco... -Basta.
 
- IV -
 
¿Ni a qué más? ¿Por ventura, al dedicarte
estas desaliñadas poesías,
fatuas de inspiración, mofa del arte,
cosecha ingrata de los tristes días
que viví sin amarte,
fuera noble que gárrulas excusas
te diese, como suelen los conversos,
sobre la varia multitud de Musas
que verás invocadas en mis versos?
No: ni fuera cortés (y lo pasado
merece cuando menos cortesía)
renegar a la postre de ese coro,
ayer tan celebrado,
que vaga entre una y otra poesía,
¡ni tu propio decoro
semejante hecatombe aceptaría!
 
¡Baste decir que para ti he reunido
éstas que llamaré marchitas flores
dispersas por el viento del olvido,
y que en todas cantara tus amores...
si primero te hubiera conocido!
 

El suspiro del moro
Canto Épico
(Dedicado a mi hija Paulina)
 
Y el Santo de Israel abrió su mano,
y los dejó, y cayó en despeñadero
el carro y el caballo y caballero.
                              (HERRERA.)

No la grandeza del empeño santo,
que eternizó en Granada la memoria
de la ínclita Isabel: el duelo canto
del rey sin trono, sin hogar ni gloria,
que, en vez de sangre, vergonzoso llanto
vertió a la postre de su infanda historia:
¡llanto sin fin que los anales cierra
de siete siglos de implacable guerra!
 
Madre Afligida del Amor cristiano:
sé Tú la Musa que piedad me inspire,
para que enfrente del procaz pagano
ni los de Dios ni tus agravios mire.
Está vencido, llora, y es mi hermano...
¡Haz que a su vez mi cítara suspire
cuando él dirija la postrer mirada
de eterno adiós a la gentil Granada!
 
Y tú que, errante, la infinita arena
de los desiertos cruzas, los tesoros
sin olvidar de esta región amena:
¡triste progenie de los reyes moros!
deja que tu apenada cantilena
salve del mar los ámbitos sonoros,
y preste al eco de la guzla mía
su vagón son y lánguida armonía.
 
Eran los días de feliz memoria
en que la Cruz, venciendo a la Fortuna,
tras luenga noche de eternal historia,
miró en su ocaso a la menguada Luna:
primeros días en que el sol de gloria
que un tiempo tuvo en Covadonga cuna,
libre veía el territorio hispano
bajo el bendito pabellón cristiano.
 
Una garrida, valerosa dama,
noble matrona, celestial princesa,
ganando eterna bendición y fama,
cumplido había la sagrada empresa:
¡Reina inmortal, que aun reverente aclama
el pueblo fiel que su sepulcro besa!...
¡Fuerte heroína, cuyo nombre santo
aún oye el Moro con terror y espanto!
 
Ella fue, sí, la que, animosa y pía,
su Fe inculco y su aliento a la cruzada;
ella quien supo la prudencia fría
de FERNANDO trocar en furia armada;
y ella tras su bridón llevado había
ante los muros de la infiel Granada
aquella flor de ilustres campeones
que al grito de «ISABEL» fueron leones.
 
Y las altas empresas de Cisneros,
de Pulgar las magníficas hazañas,
del gran Gonzalo los arranques fieros,
de Tendilla y de Cabra las campañas,
y los hechos de tantos caballeros,
gloria de Cristo, prez de las Españas,
justas fueron de amor, fiestas galantes
que en su obsequio inventaban los Gigantes.
 
Dado me fuera aliento para tanto,
y aquí cantara la mortal refriega
que una vez y otra vez sembró el espanto
en la ciudad sitiada y la ancha vega;
pero ni el cerco ni las lides canto
que precedieron a la humilde entrega,
ni la lucha civil encarnizada
que franqueó las puertas de Granada.
 
Absorto ante ese cuadro de grandeza,
el son apago de mi plectro rudo;
descubro reverente mi cabeza,
y admiro y tiemblo con respeto mudo;
triunfante en la morisca fortaleza
la Santa Cruz del Redentor saludo,
y, de piedad y compasión movido,
sigo los pasos de Boabdil vencido.
 
Principiaba una fúlgida mañana,
de esas que alegran el adusto invierno
cual bellas hijas que en edad temprana
la hiel endulzan del dolor paterno:
del monte excelso la cabeza cana
reflejaba del sol el rayo eterno,
y en la atmósfera azul, diáfana y pura
destacaba la nieve su blancura.
 
Por los barrancos de la ingente Sierra
mil arroyuelos nítidos corrían,
buscando el llano, en cuya arada tierra
su caudal fecundante repartían:
tranquilos ya, tras la finada guerra,
los labradores a su afán volvían,
y en medio de los densos olivares
humeaban los rústicos hogares.
 
También las aves a sus dulces nidos
y a la paz que perdieron retornaban;
los rebaños, ayer despavoridos,
otra vez por las cubiertas asomaban;
y cantos y rumores y balidos
el aire placidísimo poblaban,
cual si el pasado sanguinoso empeño
hubiera sido imaginario ensueño.
 
Esa mañana refulgente y grata,
mientras el sol del aterido Enero
rizados hilos de escarcha plata
trocaba en perlas con su ardor primero,
de Moros una espesa cabalgata,
que el blanco lino y el bruñido acero
igualaban a un bando de palomas,
subía del Padul las mansas lomas.
 
Aquel cortejo, triste y misterioso
de noche a Santafé dejado había,
y cruzado la vega silencioso
antes que el alba despertase al día;
pero al salvar el punto montuoso
a que llegaba cuando el sol salía,
los Moros sus corceles refrenaron
y atrás la vista con afán tornaron.
 
Iba al frente de aquella comitiva
un joven de gallarda gentileza,
cuyo boato y majestad esquiva
señales daban de imperial grandeza;
su noble palidez y frente altiva,
sus negros ojos de oriental belleza,
sus blancas tocas y barba oscura
completaban tan clásica figura.
 
Siempre a su lado, como fiel esposa,
fijos en él los hechiceros ojos,
cabalgaba una joven tan hermosa,
que a la cándida luna diera enojos:
de su semblante angelical la rosa
y de sus labios los claveles rojos
trocado había pertinaz la pena
en lirio mustio y pálida azucena.
 
Junto a ella, blanco cual nevado armiño;
hermoso, aunque tristísimo y doliente;
único bien del paternal cariño;
severo ya como león naciente,
sobre negro corcel marchaba un niño,
no llegado a la edad adolescente;
pero que ya maldijo su hado insano,
cautivo y solo en el Real cristiano.
 
Torvo el aspecto de la faz sombría,
parda la tez y la cabeza cana,
tras ellos impertérrita venía
una lujosa, gigantesca anciana:
su viril ademán y la energía
de su mirada fiera y soberana
descubrían en ella a la matrona
digna del cetro y la imperial corona.
 
Dos príncipes, que el pálido semblante
en su idéntico rostro reflejaban
del Moro esquivo que subió delante.
a la austera mujer acompañaban;
y, en fin, tras estos, en tropel brillante,
hasta cien caballeros galopaban,
entre los cuales víanse mezclados
palaciegos, visires y criados.
 
Desde el lugar en que parado habían,
a la vez abarcaba la mirada
los rudos montes en que entrar debían
y la extendida vega matizada.
¡Un paso más..., y nunca ya verían
el mágico horizonte de Granada!
¡Un paso más..., y de su vista ansiosa
desparecía la ciudad hermosa!
 
El Moro más altivo y arrogante
se apartó de la inquieta muchedumbre,
y silencioso, tétrico, anhelante,
quedó como clavado en la alta cumbre.
La horrible contracción de su semblante
retrataba su negra pesadumbre;
pero en su seno, comprimido el llanto,
negaba alivio a su mortal quebranto.
 
Fijos los ojos, cual queriendo en ellos
dejar grabados y por siempre vivos
de aquel paisaje los matices bellos;
mudo, inmóvil, alzado en los estribos,
el infeliz, del sol a los destellos,
vio pasar los instantes fugitivos,
sin poder separar la vista un punto
de aquel sublime, sin igual conjunto.
 
¿Quién era? ¿Iba a morir? ¿Por qué tal duelo?
¿Por qué a su alrededor no resonaba
ni una voz de esperanza o de consuelo?
¿Por qué su esposa con rubor echaba
sobre la casta faz el blanco velo?
¿Quién era el triste que tan solo estaba?
¿Qué maldición cayó sobre aquel hombre?
¿Cuál era su infortunio? ¿Cuál su nombre?
 
¡Era Boabdil!... ¡Boabdil, el fruto airado
de Muley desdeñoso y de Aixa fiera;
el hijo por la madre aleccionado
contra su padre y rey a alzar bandera;
el ambicioso audaz y desalmado,
ladrón del solio a cuyo pie naciera,
que al eco santo del paterno grito,
fue por su raza y por su Dios maldito!
 
¡Era Boabdil, cuya ominosa estrella
costó a sus padres sempiterno lloro,
rompió el encanto de la Alhambra bella
y el fin atrajo del Imperio moro!...
¡Mísero rey, tras cuya infausta huella
se hundió la tierra siempre, y llanto y oro
y sangre y honras devoró el abismo,
hasta que al cabo sumergiose él mismo!
 
¡Era Boabdil, que con indigna mano
dado las llaves de la Alhambra había
y su trono y su pueblo al Rey cristiano!...
¡Era Boabdil, que desde allí veía
tremolar en la Vela al castellano
la Santa Cruz del Hijo de María!
¡Era Boabdil, que la postrer mirada
dirigía por siempre a su Granada!
 
Érase la ciudad cuyas ruinas,
festoneadas de perpetuas rosas,
aun alegran las aguas cristalinas
que en sus cármenes entran bulliciosas:
la Ciudad que las fieles golondrinas,
como en tiempo mejor, buscan ansiosas,
pidiendo a los palacios derruidos
grata quietud para sus caros nidos
 
Érase la Ciudad que despoblada
hoy parece tal vez al que la mira
de yerba y rotos mármoles sembrada,
como Paesthum, Itálica o Palmira:
La Ciudad que, entre flores sepultada,
aun al viajero admiración inspira,
mientras sus muros de labrada piedra
disputa el tiempo a la viciosa hiedra.
 
¡Era Granada... rica y prepotente,
tal como fue... cuando Granada era!
Llamábanla Damasco de Occidente,
de la grey de Ismael Roma altanera,
de sus sabios Atenas floreciente,
de las artes lujosa primavera,
hija del Cielo, patria de las flores,
edén de la hermosura y los amores.
 
Boabdil la contemplaba adormecida
en los cárdenos montes del Oriente,
de un alquicel blanquísimo vestida,
y de bermejas torres la alta frente,
cual de corona señorial, ceñida...
¡Allá quedaba lánguida, indolente,
adúltera sultana, infiel esposa,
mostrando al vencedor su risa hermosa!...
 
Y allá quedaban los amantes ríos
que plata y oro le tributan fieles;
el Dauro con sus cármenes umbríos,
y el Genil con sus cálidos vergeles;
del Albaicín los blancos caseríos,
la Antequeruela oculta entre laureles,
de la Alcazaba el recio baluarte,
y la Alhambra gentil, ¡gloria del arte!
 
¡La Alhambra! ¡Regio edén, huerto florido,
soñado alcázar, que su planta moja
del hondo Dauro en el raudal temido,
y cuyas torres de argamasa roja,
de las copas del bosque entretejido
salir se ven entre la verde hoja
y luego alzarse a la región del viento,
como ideal, aéreo monumento!...
 
¡Oh! ¡Con cuánto pesar, con cuánta pena
Boabdil aquel recinto miraría
donde su infancia transcurrió serena
y entró aclamado, victorioso un día!
Entonces ¡ay! desde su fuerte almena
reinaba en la mitad de Andalucía...
Ya... sólo le ofrecía el hado cierto
un caballo... y la arena del desierto.
 
Luego miró la anchísima llanura...
tapiz que bordan con vistosas tintas,
ora las huertas de eternal verdura,
ora las blancas y graciosas quintas,
ya de extenso olivar la mancha oscura,
ya de las aguas las fulgentes cintas,
aquí las torres de apiñada aldea,
allí el camino que tenaz serpea...
 
¡Cuadro grandioso, que mostraba unidos
de tierra y cielo todos los favores...!
-nieves perpetuas, árboles floridos,
verdes campiñas, nubes de colores
un aire que arrobaba los sentidos,
un firmamento azul y un sol de amores!...-
¡Cuadro cuya magnífica hermosura
de Boabdil puso el colmo a la amargura!
 
¡Triste Boabdil! Su miserable estrella
¿Por qué en Lucena le negó la muerte?
¡No viera entonces tras su infame huella
marchar, ligados a su aciaga suerte,
a un tierno hijo, a su Moraima bella,
a Aixa, la madre valerosa y fuerte,
y a dos nobles hermanos, que su yerro
al ocio condenaba y al destierro!
 
¡Triste Boabdil! ¡Cuánto a sus pies veía
fue suyo, fue su vida, fue su encanto...
¡Y nunca más a verlo tornaría!...
¡Nunca más! -Al pensarlo, fue ya tanto
su dolor, y tan fiera su agonía,
que de sus ojos desbordose el llanto,
y, con acento fúnebre y rugiente,
lanzó un suspiro que aterró a su gente...
 
¡Suspiro amargo, lúgubre, espantoso,
que aún en Granada sin cesar resuena,
turbando de los siglos el reposo
y de la muerte la región serena!
¡Y repítelo el viento caluroso,
que raudo agita la africana arena!...
¡Y sonará implacable, tremebundo,
mientras se acuerde de la Alhambra el mundo!
 
Aixa, entretanto, la sublime altura
de Mulhacen miraba con recelo...
-(¡Allí..., al amparo de la nieve pura,
en la sagrada vecindad del cielo,
yacía en misteriosa sepultura
Muley, su esposo, presenciando el duelo
de la airada consorte y del mal hijo
a quienes fiero al expirar maldijo!...)
 
Pero al ver la Sultana el triste llanto
del rey, que entre suspiros repetía:
«¡Allak-Akbar!...», tan íntimo quebranto,
lejos de conmover su faz sombría,
inflamola de un fuego que dio espanto,
y, mujer insensible, madre impía,
cuanto patricia indómita y severa,
dijo el débil Boabdil de esta manera:
 
«¡Llora como mujer, desventurado,
la pérdida del reino que has debido
cual hombre defender!... ¡Llora, menguado!»
Y con brusco desdén mal comprimido,
(¡tal vez con hondo amor desesperado!),
apartose del príncipe afligido,
y, mirando colérica a Granada,
huyó vencida, pero no domada.
 
Como reo de muerte que a la vida
y al sol y al cielo como afán profundo
da el adiós de suprema despedida...
así Boabdil, lanzado de aquel mundo
en que dejaba su ilusión querida,
«¡Adiós!...» dijo con aye moribundo,
e inclinando la frente sobre el pecho,
huyó también, en lágrimas deshecho...
 
Y, tras él, en confuso torbellino,
partieron todos; y del sol la lumbre
vio, de polvo entre denso remolino,
desbocada correr de cumbre en cumbre,
huyendo de su lóbrego destino,
a aquella fastuosa muchedumbre,
a quien la desventura daba en arras
un rincón en las agrias Alpujarras.
 
Pronto, como blanquísima paloma,
mirábase a lo lejos, de la Sierra
a un jinete salvar la última loma...
Era el triste fantasma de la guerra...
Era el poder inicuo de Mahoma
que abandonaba la española tierra...
¡Era Boabdil, herido por el rayo
que allá en Asturias fulminó Pelayo!
 
Otro día..., del mar sobre la espuma,
sola cruzó desde Adra hasta Melilla
rápida nave cual ligera pluma.
Ganada, al cabo, la africana orilla,
viose a un Moro gentil, entre la bruma,
doblar, al pisar tierra, la rodilla...
¡Era Boabdil, a quien su negro sino
negó una tumba en suelo granadino!
 
Un día, en fin, que el Marroquí tirano
luchaba por salvar su poderío
contra los dos Jarifes, -un anciano
lidió por él con temerario brío,
hasta que, herido y sin aliento humano,
se hundió en las olas de opulento río...
¡Era Boabdil, a quien su suerte dura
le negaba en la tierra sepultura!
 
¡Así cumpliose lo que escrito estaba...
pero escrito por Dios, que al hombre dijo:
«HONRARÁS A TU PADRE». -Así acababa
el príncipe rebelde, ingrato hijo,
a quien su padre ciego, que espiraba
una vez y otra vez feroz maldijo...
¡Y así fue llanto y exterminio y luto
de la traición de Don Julián el fruto!
 
¡Huyó de España para siempre el Moro!...
¡Bendigamos a Dios! -«Él es el fuerte:
Él solo es vencedor: Él es tesoro
de vida y de salud: Él da la muerte».
Así, con letras de carmín y oro,
cuando propicia contempló la suerte,
lo consignó en la Alhambra el Mahometano.
-¡DIOS SÓLO ES VENCEDOR! Dice el Cristiano.
 
 
Sueños de sueños
 
Vine a verte, y dormías;
y dormías tan muda y mansamente,
que una rosa cerrada parecías.
 
Era la siesta. -La morisca frente,
sola en el patio, conturbaba apenas
la quietud de las anchas galerías,
de fresca sombra y de silencio llenas.
Las aves en sus jaulas; el ambiente,
embargado entre opacas celosías;
el perro fiel y el gato negligente
reposaban también... -Calma y pereza
era todo en redor... -¡Tan sólo el vuelo
del zumbador insecto recordaba
que el sol, en tanto, vívido lanzaba
mares de lumbre desde el alto cielo!
 
He dicho que dormías;
y dormías tan muda y mansamente,
que una rosa cerrada parecías.
 
Dormías... y, aunque amante desdeñado,
próximo alguna vez a aborrecerte,
(odio del sitiador hacia el sitiado,
que arguye amor al codiciado fuerte),
te admiré en aquel sueño sosegado...
sin desear que fuera el de la muerte.
Quizás más bien compadecí tu suerte,
y perdón te pedí de mis antojos...
-«¿Por qué (dije), por qué tan combatida?
»¿Culpa es acaso de su mansa vida
»inspirarme este amor que me da enojos?
»¿Es obra de sus ojos,
»o de los míos, mi mortal herida?-
»Y, si no es culpa suya el ser hermosa,
»y, a su pesar, a mí me encuentra feo,
»(arguyamos en prosa),
»¿Ha de dejar por mí de ser dichosa?
»¿Me ha de abrazar como al verdugo el reo?...
»¡No! ¡Nunca! -¡Duerme, pobrecita, duerme;
»pues, diga lo que quiera mi deseo,
»obligación no tienes de quererme!»
 
En esto un aye leve y fugitivo
lanzaste al modo de suspiro tierno,
y pareciome que tu pecho esquivo,
cándido y frío como helado invierno,
se entreabría al cariñoso rayo
que en ti fijaban mis amantes ojos,
como su cáliz de matices rojos
entreabre una rosa al sol de Mayo.
 
Lo que quiere decir que, aunque dormías,
dormías tan turbada y tiernamente,
que una rosa entreabierta parecías.
 
¿Qué soñabas? -Lo vi: de mis pesares
al cabo condolida,
imaginabas de pasión y gloria
la que te ofrezco venturosa vida.
Suspensa, enternecida,
amorosa... (perdóname), soñabas
estar en brazos del amor prendida...
y de temor y gratitud llorabas,
y mi nombre, gimiendo, pronunciabas.
-¡Ay! Aquel dulce, generoso llanto
cayó en mi corazón como el rocío
sobre el árida arena del desierto...
¡Nunca te he amado tanto!
¡Yo por aquellas lágrimas, bien mío,
mil veces con placer hubiera muerto!
-Por poco te despierto.
 
¡Ah! Nunca lo creyera,
y sé que exclamarás: «¡Quién lo diría!»
(yo hago justicia a tu virtud austera)...
mas tú por mí llorabas, vida mía,
y llanto de pasión tu llanto era.
 
Perdónale este agravio
a tu propia locura,
y dispénsame a mí si tal ventura
se atreve a pronunciar trémulo el labio...
Pero lo vi... Mi espíritu sin calma
era ya de tu espíritu un reflejo...
Toda mi alma se espació en tu alma,
y en ella viose como en claro espejo.
Consignado lo dejo:
quizás era una burla del destino
aquel falso espectáculo halagüeño...
Yo sé que todo sueño es desatino,
y el tuyo no pasó de ser un sueño...
 
Porque ello es que dormías
y dormías tan dulce y blandamente,
que ya una rosa abierta parecías.
 
La monótona fuente,
única voz de la callada siesta,
murmurando seguía
su cántiga modesta,
y, del toldo a la sombra,
con mil líquidas perlas recamaba
del verde césped la mullida alfombra.
 
Retratarte olvidaba.
Sobre un sofá dormías: una mano,
suave apoyo a tu cabeza daba,
y el otro brazo lánguido colgaba,
envidia siendo del cincel pagano.
-Vestías una bata de verano.-
Sobre tu frente pálida y serena
la aureola de oro
de un ángel tu cabello parecía:
tus mejillas de rosa y azucena
aún ostentaban del reciente lloro
dos perlas que la aurora envidiaría;
y el cándido tesoro
de tu inocencia púdica, que, aleve,
indiscreto cendal diera al olvido,
como palomas que el amor conmueve,
palpitaba al compás incierto y breve
de tu dichoso corazón dormido.
Tus puros labios, de caricias nido;
tus dientes, gotas límpidas de hielo;
tu lindo pie, soltando inadvertido
el árabe chapín de terciopelo,
todo era bello y tentador... y todo
me enajenó de modo...
que hubiera dado por tu amor la vida,
aun no siendo mi vida tan cuitada...
-¡Ay! ¡Tú, prenda adorada,
no te has visto dormida!
 
¡Nunca tan hechicera
me pareció tu angélica hermosura!
¡Nunca tan noble y celestial!... Y era
que el amor le prestaba su dulzura...
¡era que amabas por la vez primera!
 
¡Oh! ¡Tú me amabas, sí! Noches serenas
de soledad conmigo te fingías,
tardes de encanto y de misterio llenas,
y allá lejanos, bonancibles días
en que contarnos las pasadas penas.
 
Libres éramos ya como las aves,
libres como los céfiros suaves,
como las amapolas en los trigos...
y ni tutores ni parientes graves
eran fieros testigos,
de nuestras expansiones enemigos.
 
Ya podíamos vernos
en mis pupilas tú, yo en tus pupilas,
y ahogar suspiros con suspiros tiernos,
y luego en dulces pláticas tranquilas
pasar instantes de quietud eternos.
 
Y ya eran frutos las primeras flores;
o bien de nuestro amor nuevos cariños
brotaban cual capullos seductores;
o, por mejor decir, nuestros amores
se convertían en alegres niños...
 
Y a todo esto dormías,
y dormías tan quieta y hondamente,
que una rosa marchita parecías.
 
Tal soñaste... y en tanto
la tarde deslizándose había ido
por la triste pendiente
de la sombra, el silencio y el olvido.
Y su vuelo tupido
tendida ya la noche, y el ambiente
agitaba sus alas bienhechoras,
mientras que murmuraba más sonoras
sus quejas melancólicas la fuente.
 
-Entonces desperté. -Ya era de día.-
Tu sueño recordé... Mas ¿dónde estabas,
dónde, mi bien, que ya no te veía?
-¡Ay, desdichado! ¡Yo era el que dormía
y yo era el que soñaba que soñabas!
 
 
A Fray Luis de León al inaugurarse su estatua en
Salamanca
 
«¡Gloria!» las arpas, los salterios «¡gloria!»
resuenen por doquier... ¡Ved al poeta
surgir triunfante, coronado atleta,
del seno de la noche mortuoria!
¡Él es! -Un sueño de dolor han sido
trescientos años de pasada historia...
La tumba en pedestal se ha convertido,
y el pedestal en cátedra... ¡Silencio!
¡LEÓN, libre otra vez, como algún día,
desde el alzado puesto
mira al concurso con afable calma...
la multitud lo aclama como entonces...
y, con acento que percibe el alma,
«Decíamos ayer...» prorrumpe el bronce!
 
¡Él es, que torna a la vital arena,
no ya del fondo de prisión impía,
mas de los reinos de la muerte oscura,
rota mostrando al mundo su cadena,
íntegra y salva su doctrina pura!
¡Él es!..., el docto, el inspirado, el tierno,
seráfico agustino...
el poeta divino
que, en coloquios de amor con el Eterno,
cantó la ansiada libertad del alma
y de caducos bienes el olvido,
cual ruiseñor que en la solemne calma
de la NOCHE SERENA,
de amor enloquecido,
entona apasionada cantilena,
única voz del mundo adormecido!
 
Jubilosa Natura
ya reconoce a su cantor amado...
a aquel que blandamente recostado
cabe la linfa de fontana pura,
las horas descuidado
pasaba, ni envidioso ni envidiado.
Y ufano el sol, extática la luna,
las flores de placer ruborizadas,
trémulo el bosque, y locas de alegría
las aves en sus copas anidadas,
saludan a porfía
la noble Efigie del ilustre vate,
cuando en el alto pedestal parece
en que un siglo entusiasta le coloca,
del tiempo a resistir el fiero embate,
como a la mar la perdurable roca.
 
Gozoso en tanto el pueblo salmantino,
con aplausos y vítores aclama
el triunfo egregio, la perpetua fama
del cristiano David, segundo Aquino.
Y el raudal cristalino
del viejo Tormes, que los patrios lares
besó de tanto ingenio peregrino,
olvidando sus lúgubres pesares:
«¡Loor a Fray Luis!», resuena por Castilla...
«¡Vítor!», responden de la mar las olas,
al recibir el Tormes con el Duero,
y «¡Vítor!», claman en el mundo entero
cuantas naciones fueron españolas.
 
¡Noble ciudad, Atenas castellana,
Salamanca inmortal, aula del mundo!
Oye también mis plácemes, y acoge
en tan dichoso, memorable día,
(sin ver la ruda mano que las coge),
las flores que a LEÓN Granada envía.
Hijas son de sus cármenes amenos
que ofrecieron al vate laureado
de amor y juventud años serenos...
De la Alhambra en los huertos han brotado,
donde acaso escuchó por vez primera
el sabio esclarecido,
de su vida en la dulce primavera,
el cántico sabroso, no aprendido
de avecilla parlera,
y aquel manso ruido
que del oro y el cetro pone olvido.
 
Y ellas entre sus hojas perfumadas
llévanle de las almas granadinas
lágrimas de entusiasmo, derramadas
al escuchar sus cántigas divinas:
llévanle el parabién con que, postrada,
reverencia al altísimo Maestro
la musa del Genil, ya consagrada
un fausto día y con valioso estro
a hacerle revivir joven y amante
sobre la corva escena,
al compás del aplauso resonante,
galardón de tan ínclita faena:
y llévanle, por fin, con el acento
tímido de mi lira,
que, en su impotencia, trémula suspira
al ensalzar al Píndaro cristiano,
el orgullo, la envidia y el contento
del pueblo que vio suyo al grande hombre
y donde tiene su glorioso nombre
en cada corazón un monumento.

Granada, 1868.
  
Pedro Antonio de Alarcón
 

 
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